Tres libros imprescindibles

     Según la ya antigua novela de Ramón J. Sender, la americana Nancy (“La tesis de Nancy”) cuenta desde España las peripecias de su tesis a una prima suya: “Ayer me presentaron a dos muchachos… y yo, que andaba con problemas de gramática, pregunté al más viejo: “Por favor, ¿cómo es el imperfecto de subjuntivo del verbo airear?”. El chico se puso colorado y cambió de tema. ¿Por qué se puso colorado? Me suceden cosas raras con demasiada frecuencia, sigue, los hombres son muy amables pero no los entiendo. A veces se ruborizan sin motivo. O se ponen pálidos. Sobre todo cuando les pregunto cosas de gramática”.
      Aunque no las conozcamos en la mayoría de los casos o incluso no estemos pendientes de ellas, subjuntivos o no subjuntivos, la verdad es que permanentemente estamos utilizando estructuras léxicas en nuestro pensamiento y en el lenguaje cuando nos comunicamos con los demás porque naturalmente no podría ser de otra manera. Las más de las veces nos ocurre como a M. Jourdain, aquel personaje de Molière de “El burgués gentilhombre” que habla en prosa sin saberlo, (M.J. -Y cuando uno habla, ¿en qué habla? / Filósofo. -En prosa / M.J. -¡Cómo! Cuando yo le digo a Nicolasa: "Tráeme las zapatillas" o "dame el gorro de dormir", ¿hablo en prosa? / Filósofo. -Sí, señor. / M.J. -¡Por vida de Dios! ¡Más de cuarenta años que hablo en prosa sin saberlo!..."
    Vale esta referencia el hecho de que en las últimas semanas han aparecido tres publicaciones cuyo objetivo es que mejoremos nuestro conocimiento del castellano o español. Dos de ellas (una con cierta irreverencia no contrapuesta al rigor) ofrecen resolver las dudas que nos aparecen y una tercera ya con más contenido doctrinal y teórico. Reclama muy enfadado al ministro, antiguo amigo suyo, Max, el protagonista de “Luces de Bohemia”, que ha sido detenido y torturado de manera injusta, simplemente por “la arbitrariedad de un legionario, a quien pregunté, ingenuo, si sabía los cuatro dialectos griegos. ¡Suponerle a un guardia tan altas Humanidades! responde el ministro. Era un teniente, reclama Max. “Como si fuese un Capitán General. ¡No estás sin culpa!”. Para cuidar el lenguaje, herramienta imprescindible para entendernos, no es necesario conocer lo de los dialectos pero sí las estructuras básicas del habla. Y quienes hacemos pinitos con la palabra sentimos la obligación moral de animar a la gente a conocer mejor el idioma.

Publicado el 31 de enero de 2014

Precisión sobre la democracia

    Al parecer, escuchando y leyendo lo que se dice y se escribe sobre el particular, el concepto de democracia tiene bastantes dificultades para ser entendido correctamente. Opiniones diversas sobre lo que significa y supone dan fe de cómo unos y otros entendemos de manera tan distinta el sentido de esta palabra. Tanta disparidad se aprecia a veces entre las convicciones de unos y de otros que se puede dudar de si se está hablando de la misma cosa. El problema está en que, siendo como es la garantía última de nuestra convivencia y el salvoconducto para una vida en paz de todos, resulta inquietante observar esta divergencia.
    Uno de los desacuerdos básicos aparece viendo cómo hay quienes creen que hay algo así como unos valores que podrían calificarse como pre-democráticos porque no emanan de la naturaleza de la convivencia social, como pueden ser los valores éticos. Para estos sectores o grupos ideológicos la democracia tiene una clara limitación previa en la existencia de una especie de orden moral, que llaman natural. Pero aquí justamente es donde está el busilis. Porque hay otro sector de la sociedad que de ninguna manera mantiene esa creencia, que considera que el fundamento del derecho a la convivencia está en el acuerdo común, y pertenece a la esfera personal la decisión de seguir una u otra moralidad.
    Sin entrar a discutir en este artículo las razones de unos y otros, lo que hay dejar como ante notario es que ambas posiciones, por principio (y esto sí que es un prenotando democrático), gozan del mismo derecho moral y es justamente en esta dirección en la que tiene que moverse la democracia, en definitiva la convivencia. Por eso la democracia no impone que alguien haga algo contra su pensamiento sino que simplemente posibilita que cada uno actúe de acuerdo a su personal código ético, a su propia conciencia y a sus convicciones. La importancia de la democracia está en que se convierte en garante no de valores absolutos, sean estos cuales fueren, sino en la posibilidad de que toda posición ideológica pueda defenderse y practicarse, con la única restricción de que no limite los derechos de los demás. El debate no es si existen esos principios naturales o no: de lo que se trata es de que hay quienes piensan que sí y quienes opinan todo lo contrario. Y el sistema democrático tiene que garantizar que ambas posiciones tengan igual libertad de comportamiento moral.

Publicado el día 24 de enero de 2014

Hablar en argot

La palabra argot, que significa el lenguaje especial entre personas de un mismo oficio o actividad, es de escaso uso en las conversaciones familiares. Pocas veces está presente en nuestra reflexión, a pesar de ser la señal y muestra de un grave asunto que nos traemos entre manos en lo referente a decir y entendernos. Porque decir que todos hablamos el mismo idioma (naturalmente en un país o en una zona geográfica determinada) es una afirmación muy genérica ya que lo normal es que, además del lenguaje general con el que nos manejamos ordinariamente, todos utilizamos unas palabras y unas significaciones que solo se entienden dentro de algunas de las pequeñas comunidades a las que pertenecemos. El argot, o jerga que también se llama así, es el lenguaje especial entre personas de un mismo oficio o actividad de las que formamos parte: el trabajo, el barrio o, a veces, la familia. Abrir el tarro, por hablar más de la cuenta; machetear, por pedir dinero y otro montón de frases hechas que solo entienden las minorías sociales diferenciadas. 
Disponer de un argot tiene sus ventajas e inconvenientes. Utilidad porque permite entendernos mejor con los nuestros pero la pega de que no ocurre así con quienes no forman parte grupo. El ejemplo más obvio está en la política, una tarea diseñada para ayudar e influir en todo el mundo pero que al fin y a la postre acaba creando un argot, una jerga, un lenguaje propio que solo entienden quienes están dentro del engranaje. Y salir del lenguaje propio, del lenguaje convenido es muy difícil y exige un gran esfuerzo intelectual que no todos pueden o quieren hacer. La vida política es tan intensa que su forma de expresión se convierte en una trampa seductora para sus protagonistas. Cuando las encuestas hablan de la mala fama que entre la gente tienen los llamados “políticos”, esta circunstancia de disponer de un lenguaje propio es un elemento que habría que tener en cuenta. Para bien o para mal, que ese es otro cantar. 
No se trata de decir la verdad o de mentir. Esas categorías teóricas sirven para otra cosa. Es que lo que dicen, apoyados en su lenguaje, ni se entiende ni interesa. Afirmar, por ejemplo, que “la economía crece” (o “empeora”) es solo un juego de argot, como un pasatiempo de jerga porque lo que importa, y todos entienden, es la dimensión existencial de quien está pasando hambre o frío o no tiene dinero para una medicina.

Publicado el día 17 de enero de 2014

Una sociedad perfecta

       Andaba el hombre muy enfadado echando sermones sobre la decencia y el decoro general sin cortarse un pelo. Insistía en los principios morales como argumento para sostener la ciudad y la cosa pública pues no otra era la razón posible para implantar la justicia y el derecho, harto tiempo (reprochaba a los otros) dejados y aflojados. Los suyos eran discursos de cierta apariencia de rigor y seriedad, al menos tal como ponía la cara cuando hablaba. Hasta se citaba como ejemplo de cómo él podría llevar a cabo lo que en principio predicaba para los demás, sus propias leyes: yo sí seré capaz de hacerlo, ejemplificaba sin ningún rubor. Y remataba su discurso, aparentemente enriquecedor pero en el fondo cargado de anatemas encubiertos y un firme pesimismo, con aquella queja tan famosa, en verdad era una regañina de padre y muy señor mío, nunca mejor dicho: si es que todo el mundo anda a lo suyo, menos yo que voy a lo mío.
Es un fenómeno social bastante curioso, afortunadamente poco frecuente y que siempre patrocinan los mismos. Se diseña un sistema, una sociedad perfecta en un gabinete y todo el mundo tiene que acomodarse a esa forma de vida. Se cuenta, en una mezcla de broma, que un día le preguntaron a Hegel, el filósofo que pasa por haber sido el mayor teórico de cómo es, porque así debe ser, la Naturaleza, el Mundo y la Sociedad, qué pasaría si un gato, por ejemplo, no entrara en el sistema, es decir, fuera una contradicción que existiera. Tanto peor para el gato, dicen que dijo. ¿Qué pasaría a la gente si no se adapta al sistema de mundo perfecto? Pues tanto peor para la gente, es decir, a fastidiarse y buscarse recodos.
Cuenta Jonathan Swift cómo Gulliver vio que los gobernantes y los ricos de Laputa tenían a su lado “a muchos, vestidos de criados, que llevaban en la mano una vejiga hinchada y atada, como especie de un bastoncillo corto. Dentro de estas vejigas había unos cuantos guisantes secos o unas piedrecillas… Con ellas sacudían de vez en cuando la boca y las orejas de quienes estaban más próximos… A lo que parece, las gentes aquellas tienen el entendimiento de tal modo enfrascado en profundas especulaciones que no pueden hablar ni escuchar los discursos ajenos si no se les hace volver sobre sí con algún contacto externo sobre los órganos del habla y del oído. Son los sacudidores (climenole en su lengua)”. Un buen montón de ellos vendría muy bien por aquí.

Publicado el día 10 de enero de 2014

Las razones de Sosígenes

      Pues buena la armó. Pero nadie podría culparle. Más aún todo había sido la consecuencia de algo ajeno a su voluntad porque este prestigioso y respetado egipcio, o si se quiere alejandrino, funcionario de la corte, nada había tenido que ver en los amores apasionados y radiantes de su soberana, Cleopatra, y un político notabilísimo del imperio romano, que por aquel entonces era el amo del mundo, Julio César. Como es sobradamente conocido, cundo la reina egipcia le fue presentada al romano había surgido un amor de los que hacen historia, por su pasión y sus consecuencias. El caso fue que César con este motivo se entretuvo un tiempo en aquellas tierras y fue entonces cuando conoció a Sosígenes y supo que, siguiendo su opinión, era mejor hacer el cómputo, contar el transcurso de la vida ateniéndose a los movimientos del Sol que a los de la Luna. Y ese convencimiento sirvió para modificar el calendario romano, el del mundo y el de la historia occidental.
La cosa no fue de todas maneras sencilla. La rutina que hoy tenemos de calendario y medición del tiempo ha sido el producto de un largo y muy dolorosa proceso científico, religioso y cultural que hoy nos costaría mucho entender. “No es asunto del hombre conocer el orden en que ha puesto Dios los momentos”, decía Beda, el Venerable, citando la Biblia y convencido de que los monjes no tenían que profundizar en los detalles de la creación de Dios. Bien es verdad que había dos problemas básicos que era necesario resolver (la fecha a celebrar la Pascua de Resurrección y la del comienzo del año, pero esos eran asuntos del papa pues podían llevarnos a la herejía y a otros gravísimos pecados. Como dice el estudioso del tema David E. Duncan, resolver los problemas del tiempo no fue nada fácil: “afectaba a la ciencia, la teología, la doctrina de la Iglesia, el impacto práctico de la vida de la gente, el gobierno y la economía”. Hasta Lutero se enfadó muchísimo: “El necio quiere dar al traste con toda la creencia de la astronomía pues, según las Escrituras, Josué ordenó al Sol y no a la Tierra que se detuviera”. 
Cuando casi todas las culturas adoraban a la luna, Sosígenes y Julio César impusieron al Sol. Hoy hay sobre la mesa un buen ramillete de sugerencias “a lo tuitero” para reordenar los calendarios pero, a lo mejor, es preferible recordar aquello de san Agustín, que el mundo no se creó en el tiempo sino con el tiempo. 

Publicado el día 3 de enero de 2014

La magdalena de Proust

     “Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las miga del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo?”.
Si hay un texto conocido de “En busca del tiempo perdido”, del escritor Marcel Proust, es este de la nostalgia que le produce la magdalena con la que se encuentra de pronto, cuando ya ha recorrido un razonable tramo de vida, suficiente para que todo se haya desplomado y nada subsista ya “de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas” mientras solo “el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo.” Ver la magdalena no le afecta en absoluto, pura visión externa de todas las confiterías, pero el sabor, al probarla, hace levantarse aquella vida anterior como si de pronto ante nosotros se levantara un escenario antiguo donde están las claves de lo que fuimos e hicimos. 
Aunque Sánchez Ferlosio dice que vivimos empujados por modelos de conducta artificiales, lo más cierto es que ello ha ocurrido en todas las épocas y más especialmente en los momentos es los que la rutina de cada día se sustituye por estridencias especiales de una época del año. Como ahora (hoy, ayer, mañana…) cuando sobreactuamos mediante un modo de vida lleno de estereotipos. Con ese “secreto doloroso de una vida anterior que, al decir de Baudelaire, me hacía languidecer”.

Publicado el día 27 de diciembre de 2013

El Espíritu Santo, en crisis

    Circula por las redes sociales el sucedido de un cura de pueblo, al que un feligrés, queriendo conocerlo “de primera mano”, le pide opinión sobre el nuevo papa. Pero, hecha esta consulta tras la declaración a un periódico de que él nunca había sido de derechas, el interpelado sacerdote de entrada decide denostar el procedimiento de una entrevista en un periódico “como si fuese un político más” cuando una autoridad como la suya, que procede directamente de Dios, solo debe expresarse mediante fórmulas adecuadas a su supremo magisterio; lamenta indignado su incomprensible rechazo a la derecha “única posición acorde a la doctrina de la Iglesia, al dogma y a las buenas costumbres”;  y acaba su perorata con este sorprendente vaticinio: “pero no debe preocuparse porque es muy viejo, está muy enfermo, le falta incluso un pulmón y va a morirse muy pronto”.
     Asombroso y sorprendente cómo asuntos considerados especialmente sacrosantos se ven de pronto envueltos en una pátina, ese carácter indefinible que con el tiempo adquieren ciertas cosas, que dice el diccionario. Pues el caso es que, tras la alta consideración y respeto que siempre se le ha tenido, acorde a su signo de divinidad, ahora resulta que el Espíritu Santo ha perdido respetabilidad y prestigio. ¡Cuántas admoniciones se han hecho cuando alguien aplicaba criterios electorales puros a la elección del Romano Pontífice. “Los periodistas tenéis que hablar con el Espíritu Santo”, advertía con braveza el cardenal Amigo. Pues ahora no. En algunos ambientes eclesiásticos rezuma la convicción de que con el nuevo papa el Espíritu Santo se equivocó, así sin más, y por ello tenemos lo que tenemos. Que ni siquiera le molesta que le llamen marxista.
   Lo destacable de este acontecimiento para un observador no avezado es que son justamente los sectores que se consideran a sí mismos más ortodoxos, más puristas con el dogma y la doctrina, como “los guardianes de la fe auténtica” los que están promoviendo esta conjetura y estimulando con ello la desobediencia al papa aunque sea por la vía de no respetarle ni hacerle caso. Precisamente de los que diría el historiador griego Polibio, como comentaba de los romanos, que eran más religiosos que los mismos dioses. Pero este hecho confirma que quienes fustigan con la ortodoxia y el látigo de la disciplina ni creen ni buscan la verdad sino solo un remedio a sus quebrantos y paranoias.


Publicado el día 20 de diciembre de 2013

Un pensamiento desiderativo

    Dejando a un lado la sospechosa benevolencia de los entrevistadores, dos lecturas principales permite el encuentro que ha ofrecido el presidente Rajoy a seis de los periódicos más importantes de toda Europa. Una, y que a muchos parecerá la cardinal pues al fin y al cabo de lo que se trata es de dar respuesta a cuestiones de su acción de gobierno, es la política, de la que ella ya se han hecho algunas exégesis. Pero es la otra cara del discurso, la que subyace a las respuestas, la que verdaderamente puede interesar a quienes importe saber quién está gobernando y los sesgos que dirigen su actuación pública. Partiendo del hecho de que se trata de una ocasión singular, era lógico esperar un pensamiento profundo, un discurso político bien fundamentado y consistente, con buenas raíces ideológicas y entramado de reflexiones de altura teórica en el que se explicitara un diseño de país asentado en la historia y en el futuro. Sobre todo teniendo presente las graves inseguridades en que se mueven los ciudadanos y cómo está quebrada la confianza en el futuro y en los poderes públicos que pueden prefigurarlo y crearlo. 
Pues bien, tristemente nada de ello se encuentra en dicha entrevista. Sin argumentos ni procesos discursivos de ideas; sin principios generales o convicciones básicas; con el perfil de un pensamiento concreto, es decir, incapaz de grandes abstracciones; estereotipado y apenas crítico; con dificultad de adoptar puntos de vista hipotéticos, características todas ellas que aparecen en cualquier manual de cultura política como inhábiles para el ejercicio de las responsabilidades públicas. Claro que la política es el ejercicio concreto de la actividad pública pero siempre orientada a un fin, con un sentido, en una determinada dirección, y no al azar, a lo que salga. Ni tampoco diseñada con un perfil escolar o de borrador de tres al cuarto.
Nadie pide una clase magistral ni una tesis doctoral. Solicitar eso sería una tontería pero una cosa es eso y otra un hecho obvio que colorea toda la entrevista: que en un texto tan largo no rezume ni se haya colado una sola cita de algún autor ni un solo pensamiento político de ningún pensador y que se escaparía de haber leído o estudiado algo de filosofía política. Todo es una gran carga de pensamiento desiderativo, en el que se mezclan lo imaginativo y lo afectivo, la realidad y los deseos o temores. Una pura inutilidad. 

Publicado el día 13 de diciembre de 2013

Sociedades partidas

¡Vaya un problema que tiene Ucrania!, ¡vaya conflicto! Dos almas, dos mundos, dos proyectos, dos miradas territoriales, dos perspectivas y dos modos de vida. Y, a lo que parece, irreconciliables. La historia, la geografía y las decisiones políticas a lo largo del tiempo han acumulado diversas formas de existencia sobre sus orígenes etnográficos y etnológicos. Y ahora, con ocasión de un posible acuerdo con la UE, ha explotado la disgregación subyacente. Pero ¿cómo se puede arreglar el desaguisado?, ¿y el de tantos otros países cargados de culturas diversas, docenas de idiomas cada uno con su manera de interpretar el mundo? ¿Una constitución por tanto o varias?, ¿una para cada uno? Son los conflictos políticos e ideológicos de las que pueden llamarse sociedades partidas. 
Porque la verdad es que siempre que se habla de sistema democrático es inmediato pensar en una tendencia dominante y en otra menguada. Pero ¿y los casos en que esa mayoría lo es casi al 50%? Por supuesto que situaciones de este tipo no presentan trabas, digamos, contables. Vence el que obtiene más votos y no se puede discutir su legitimidad y su triunfo. El problema surge por las consecuencias políticas, ideológicas y sociales, por los efectos y ramificaciones que genera un resultado tan ajustado, tan polarizado, una deriva social que puede incluso provocar y acrecentar las tensiones colectivas, a veces, hasta grados insoportables. Dos bandos de igual peso.  
Claro que, puestos a buscar acomodo a la gente según sus preferencias ideológicas, vivenciales y hasta domésticas, podían reservarse territorios diferenciados según modos y maneras de vida y ofertarse a los ciudadanos: ¡Oigan, se ofrece una república independiente de derechas, (o de izquierdas, o de lo que sea…), vengan y palpen cómo de bien se vive aquí! Lugares donde, por ejemplo, esté legalizada la poligamia (por supuesto en sus dos vertientes); terrenos básicamente ecologistas en los que hasta hablar de carne se considere pecado… En fin, catálogos de forma de vida. Estados cada uno con su listado de condiciones legislativas y normas de comportamiento. Esta podría ser una solución porque así cada uno viviría contento con el lugar elegido y la existencia sería pacífica del todo, sin roces, sin protestas. Y de ninguna manera se necesitarían leyes represoras porque cada uno estaría feliz y conforme. Constituciones al gusto de cada uno. 

Publicado el día 6 de diciembre de 2013

El Consejo de los Quinientos (y 2)

     Además de las dos principales tareas que tenía adjudicado el referido Consejo de los Quinientos (investigar, y sancionar en su caso, si alguien había incumplido lo prometido al pueblo, y proteger la democracia de los excesos de la mayoría), ese organismo tenía una peculiaridad que también hoy vendría al pelo. El caso es que los miembros de tan solemne organismo eran elegidos por sorteo. Y no por el capricho de algún legislador iconoclasta o algo por el estilo. Mucho habían discutido los griegos en cómo buscar un sistema que garantizase la independencia de los jueces y pudiese evitar que actuaran movidos por alguna inclinación perversa, hasta que llegaron a la conclusión que esa, el sorteo, era la forma idónea de una justicia, al menos, más limpia. Momentos hubo en los que, para que estudiaran mejor los asuntos, el sorteo se hacía la víspera del procedimiento pero, tras observar que más de uno aprovechaba la noche para corromper, acabaron efectuando el sorteo justo en el momento de comenzar el juicio, cuando ya nadie podía comunicarse con los elegidos.
Lo del sorteo quedó en los anaqueles de la historia. Y ahora que ya no hay juicios de Dios y ni siquiera arúspices o augures, en nuestra joven y brillante democracia, moderna y consensuada sobre todo, los nombramientos del poder judicial y los de los tribunales de altura se deciden por reparto entre partidos. Así sin más. Y sin que a nadie de los responsables se les haya observado ni una mueca de reparo o de turbación. Incluso la cosa llega a que hay quien reclama por qué no se echó a un determinado juez, que es como decir: ojo, que nosotros estamos para quitar y poner jueces según nos parezca. Y para eso nos jalean infalibles zurupetos capaces de discernir el fondo de las cosas. ¿O no? Faltaría más. 
  Pero lo que muestra a las claras la nube de humo en que está metida la alta clase política es que ha creado una realidad propia en la que vive, adulada por un coro de contumeliosos, paniaguados y demás que, con unas cuantas cosquillas dialécticas, se han lanzado contra quienes han vituperado la acción. De todas maneras una virtud tiene este momento, una virtud impagable que poca gente expresa, y es que la hipocresía y el fingimiento han sido derrotados. Antes se sospechaba con más o menos argumentos y sospechas pero hoy sabemos lo que hay y no es necesario andar con fantasías. Todo se aclara más cada día. Mejor. 

Publicado el día 29 de noviembre de 2013

El Consejo de los Quinientos

Establecía la constitución ateniense la existencia de un consejo de ciudadanos cuyo peso político y social y las responsabilidades que le eran propias le hacían soportar la enjundia fundante de la democracia, era la asamblea última y definitiva que garantizaba la democracia. Aunque tuvo algunas modificaciones menores, estaba constituido por quinientos ciudadanos y se llamaba precisamente así: el Consejo de los Quinientos. Sus miembros eran elegidos por sorteo. Entre las tareas que tenía parece obligado recordar en este momento dos muy características de la salud de la res-pública. Una era investigar, y sancionar en su caso, si alguien había incumplido o no lo que había prometido al pueblo. La otra era proteger la democracia de los excesos de la mayoría. Dos quehaceres que, a lo que se ve, hoy vendrían de perlas. 
Porque el problema realmente grave que está soportando la sociedad es que reformas estructurales para salir de la crisis, una expresión que se nos dice y repite como un eslogan para que la acabemos soñando, no ha habido ninguna y lo único regulado es que el ciudadano soporte con su esfuerzo el peso de la salida de la crisis y, además, sin un diseño teórico previo sino a salto de mata, según ocurrencias y acasos. Donde realmente se están haciendo tales reformas estructurales es en el ámbito ideológico o constituyente, mediante leyes y leyes que afectan a todos los ámbitos de vida civil y están modificando sustancialmente las reglas básicas de juego con el grave y pavorosa condición de que están siendo aprobadas exclusivamente por el partido dominante. (Y que cada uno asuma su responsabilidad). 
Con este panorama desalentador, celebrando estos días la para algunos gloriosa referencia de los dos años de legislatura, alguien ha recordado aquello de que, después de la Guerra Civil, era obligado señalar, al final de cualquier aviso público, como referencia histórica y de fecha, el “año triunfal”. Y el caso fue que un día un carbonero se quedó sin mercancía y tuvo que cerrar el comercio, anunciándolo, eso sí, a la clientela. Así es que para acatar lo legislado colocó un gran cartel que decía “Se acabó el carbón. Segundo año triunfal”. Las crónicas dicen que, a pesar de su esmero en cumplir la ley, fue multado. Hoy sería imposible averiguar qué tratamiento recibiría a la vista de la ley salvadora de nuestra libertad que está cayendo sobre nuestras cabezas.

Publicado el día 22 de noviembre de 2013

Una curiosa noticia

       Contaba la revista La Codorniz (por cierto estos días en la Diputación), allá por los viejos años sesenta, la conmoción que se produjo en el pueblo cuando vieron que eran verdad los propósitos de don Librado, que así se llamaba el señor del que hablamos. Y era así porque en el fondo la gente, la de bien naturalmente, creía que sus intenciones eran como una pose o, incluso, una prosopopeya, pero que en ningún caso iba a llegar a donde llegó. Bien es verdad que ya desde niño lo había manifestado una y otra vez pero todos creían que se trataba de “cosas de niños”. Todas las gentes, de bien claro, que iban de visita a casa de sus padres, para agradecer el chocolate y los bizcochos que acababan de paparse, preguntaban al niño, con sonrisa de conejo: - ¡Y tú qué no quieres ser, Libradito? Y él erre que erre. Los visitantes, tras pedir que les trajeran más bizcochos, comentaban, benévolos: -Cosas de niños... Pero ya se le pasará con el tiempo. 
Esa era también la opinión de los padres, que aguardaban el momento de que sentara la cabeza y se pusiera a hacer lo que todo el mundo hacía. Pero don Librado, firme en sus creencias, desdeñaba el guateque y el gap y estudiaba griego y cálculo integral, como si aquello sirviera para algo, comentaban las personas principales que allí eran las mismas que las de bien. Porque entonces, como no había televisión ni siquiera local y ni una mal gacetilla que contara lo que hacían unos y otros, y tampoco era cosa que don Servando, preste de toda la vida, utilizase el púlpito en la homilía de los domingos, que eso sí que no gustaba a las beatas (que también solían coincidir con las personas de bien), pues las cosas se publicaban normalmente en el casino que era el tribunal que fijaba los criterios de lo que era verdad y lo que solo chismorreos. Porque ese casino era de los de verdad. Por supuesto allí entraba solo la gente de bien y sus veredictos eran tan infalibles que ni hacían falta pruebas de ADN ni nada. Y ¿qué era lo que no quería ser don Librado? Pues especulador. Pero ni de un simple apartamentito, nada de nada. Así es que, como es natural, las cosas le fueron regular. Como le habían aventurado en el casino.
Y se pregunta Castellano, quien firma la noticia: ¿Que usted no había oído jamás cosa parecida? No me extraña pero tenga en cuenta que, si no se tratara de un caso fuera de lo corriente, yo no me molestaría en contárselo.

Publicado el día 15 de noviembre de 2013. 

Navidades todo el año

      No se diga que la cosa no es simpática y sugerente. Estábamos en que las fiestas tienen por lo general un origen pagano y que luego la Iglesia las había ido cristianizando al transformar lo que habían sido manifestaciones populares, más o menos regladas, normalmente en torno a actividades agrícolas. Y habíamos avanzado en el discurso, social y moral, de cómo las iglesias se habían dejado arrebatar ese protagonismo, por cómo El Corte Inglés había despojado al calendario litúrgico, con su adviento y todo lo demás, de la iniciativa de declarar el ciclo navideño, acarreando, según las citicas de personas biempensantes, una verdadera orgía de despilfarro y dispendio. Empezábamos ya a meternos, como cada año, en sermones llenos de admoniciones contra esa derivación ritual ahora dominada por los mercados, cuando aparece el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, declarando entre fuegos artificiales y música de villancicos el inicio de la Navidad “para dar al pueblo la suprema felicidad social" y señalando dos meses para ese ciclo anual. 
Éramos pocos y parió la abuela, diría un castizo al ver cómo va creciendo el número de entidades y personas dispuestos a marcarles a las gentes sus fiestas, sus diversiones y los ritmos colectivos de celebración y ceremonias. Pero no se diga sin embargo que la propuesta del presidente venezolano no tiene enjundia y prosapia. Frente a la referida banalización de nuestros festejos viene el referido presidente y habla de valores morales y sociales, nada menos que de la “suprema felicidad”, que eso sí que es un ideal moral de tomo y lomo. Ya decía hace un montón de siglos Epicuro que la beatitud no está en lo material sino en lo moral.
Y por qué no imitarlo, adaptándonos por supuesto a nuestra idiosincrasia nacional, autonómica y popular. Porque las buenas ideas siempre que se pueda deben copiarse. También nosotros, viendo el desbarajuste que hay de disposiciones, rectificaciones, improvisaciones, ocurrencias y lances del estilo, ya puestos a cambiarlo todo sin tocar lo importante (que eso es propiedad de los poderosos), podemos aprovechar para establecer un nuevo calendario de festividades sabiendo que cuando cambiemos de opinión nos cabe desecharlo o modificarlo a nuestro antojo. Además cualquier antropólogo de gabinete podría justificarlo. ¿Qué más da? Ya metidos en el caos, a lo mejor alcanzamos esa suprema felicidad. Quién sabe. 

Publicado el día 8 de noviembre de 2013

Una inflación de verdades

       Los antiguos definían la verdad como la concordancia o la coincidencia entre lo que se dice y lo que ocurre en la realidad. Una afirmación es verdadera si lo que expresa se ajusta a lo que acontece. Si digo que está lloviendo y es así, estoy exponiendo o construyendo una verdad pero si, por el contrario, luce un sol espléndido, es obvio que estoy expresando una falsedad. Desde entonces, desde aquellas primeras épocas del pensamiento, esta teoría ha sido aceptada por todos y por eso acusamos a alguien de decir una falsedad si lo que está contando no coincide con lo que estamos viendo o conocemos. Pero, si es lo contrario, lo calificamos de verdadero. 
Vistas las cosas de esta manera, todo el engranaje parece sencillo y sin especial dificultad. Así es como lo utilizamos en la conducta normal de cada día, en las conversaciones y en los juicios que emitimos sobre nosotros y sobre los demás. Sin embargo hay que hacer constar que la simpleza es solo aparente y todo esto de la verdad y la falsedad encierra muchas dificultades. Ya, por ejemplo, en la Edad Media, a propósito de la contradicción entre lo que enseña la doctrina cristiana y lo que explica la ciencia, hubo quien planteó la posibilidad de que hubiese una doble verdad, una de la fe y otra de la razón. La ciencia les mostraba un modo de comportamiento de la naturaleza, pero el libro religioso relataba episodios con un canon muy diferente y había que darle una explicación a ese desacuerdo. Pero la teoría fue desechada con el argumento de que la verdad ha de ser única. 
El panorama de la vida de hoy ha ampliado y complicado notablemente todo ese asunto. Valga la cita de un libro, “Teorías de la verdad en el siglo XX”,  en cuyo índice los autores exponen ya, en el ámbito de la filosofía, nada menos que veintitantas. Pero si nos salimos de ese ámbito y lo aplicamos a la sociedad en general, la conclusión no puede ser más problemática. Hoy gozamos no de una doble verdad sino de infinitas verdades. Cada grupo y cada ámbito de conocimiento posee la suya. Los jueces la tienen, lo que solo para ellos es verdad. Luego están las televisiones y los medios, cada uno de los cuales cuenta un acontecimiento como si no fuera el mismo. Y en los deportes, ¡cuántas verdades o versiones hay sobre un partido de fútbol! Pero quienes baten records son los partidos políticos que ahí si es ancha Castilla. Y así nos va a los demás.
  
Publicado el día 1 de noviembre de 2013.

Séptima batalla

    Al menos en nuestro país (que en los demás de nuestro contorno, de sólida tradición democrática de siglos y de alto nivel de pensamiento, problemas puntuales aparte, no es así) el sistema educativo (no la educación, que eso es otra cosa) ha venido utilizándose siempre como uno de los campos de batalla más significativos y principales. Salvo para el ministro (¿ingenuo?) Gabilondo, en el edificio de la cosa pública este propósito ha tenido casi siempre el carácter de lugar privilegiado en el que unos y otros han probado y utilizado las diferentes armas que el sistema en general les ha permitido. Y aunque siempre se ha dicho que eran debates ideológicos o de creencias, lo que desde luego es verdad, pocas veces se ha resaltado que en todo ese guirigay  se esconden otras modalidades de intereses como los de poder político, económico y social. Y a lo que se ve estos días, la confrontación sigue pujante y espléndida, dispuesta a arrasar con todo y sin ningún síntoma de que vaya a templarse. Incluso a veces da la impresión de que quienes más chillan pidiendo pacto de estado u otros términos similares son precisamente quienes menos interés tienen en renunciar a sus planteamientos. 
¿Habrá algún ciudadano sensato, conservador o progresista, que considere que la ley Wert, la que está a punto de aprobarse, tiene asegurada una larga y brillante vida?, ¿alguien con cordura y prudencia puede apostar por que esta disposición general perdurará en el tiempo y por tanto podrá influir, se entiende que mejorando, en las próximas generaciones? La pregunta parece necesaria observando cómo está transitando, parlamentaria y socialmente, su aprobación. Porque, independientemente de su contenido, de que sea más o menos adecuado para una sociedad como la nuestra en el siglo XXI, ¿cómo puede entenderse que todos los grupos parlamentarios, absolutamente todos, puedan estar en un error mientras que solo uno dispone del acierto de lo que hay que hacer? Otra cosa muy diferente es que este grupo sea el más numeroso pero la mayoría, como ocurre en todos los casos, está ahí para votar lo que se les diga y ¡santas pascuas!
Imponer a mazazos una ley de este jaez, aderezada además con la promesa de todos los demás de derogarla en cuanto puedan parlamentariamente, es, como dice Roberto Espósito,  quebrantar las fronteras conceptuales de lo político, más allá de la responsabilidad que lo sustenta. 

Publicado el día 25 de octubre de 2013.