El binomio éxito-fracaso

    Hay quien dice y asegura que el mayor fracaso es el de ese suicida que, tras decidir quitarse la vida, tiene la mala suerte de saltar por una ventana que después resulta ser de un primer piso con lo que no solo se frustran sus deseos sino que hasta incluso puede que la vida se le complique con algún quebranto producto de la caída. Es un fracaso de un fracaso, lógico por otra parte, dice Miguel Albero, pues parecería un contrasentido triunfar en el acto de suicidio después de haber fracasado en todo lo demás. Tanto que es precisamente ese fracaso global anterior el que induce a dejarlo todo. Porque no se crea que fracasar es algo sencillo y simple y que está alcance de cualquiera, que todo aquel que se lo proponga tiene fácil conseguir el derrumbe de su proyecto o proyectos. Tenemos la sensación inmediata de creer que, cuando alguien o algo fracasa, y no se diga cuando lo es la propia persona tomada en su naturaleza, es algo malo y desgraciado. Pero en asuntos de desastre las cosas son mucho más complejas de lo que a primera vista pudiera parecer.
     Tampoco debe entenderse que antaño fracasar era un problema como lo es para nosotros, para nuestro tiempo y cultura. Por supuesto que se disgustaba quien no conseguía el cónyuge deseado, molestaba la enfermedad a quien la cogía o se enfadaba si al emperador le daba por aplicarle el ostracismo echándolo de la ciudad. Por supuesto que le gente sufría cuando perdía algo bueno o le llegaba algo malo pero el fracaso tal como lo entendemos hoy estaba muy lejano de la forma de ver la vida que tenían antes (el mundo clásico de Grecia o Roma o la Edad Media, por ejemplo). La palabra fracaso, entendida en principio como como un quebrantamiento de un proyecto, como tener un resultado adverso, personal, pertenece a nuestra generación, a nuestra civilización, una sociedad sobreactuada en la que se vende, sin contemplaciones y sin un resquicio para la duda, que el éxito es la única opción imprescindible para sentirse bien, el único camino posible.
     Es sintomático aquel diálogo de Woody Allen cuando pregunta a la muchacha qué piensa hacer durante el fin de semana. Y la réplica casi automática, tras contestarle ella que cree que va a suicidarse: “¿y el viernes por la noche?”. El binomio éxito-fracaso define nuestra perspectiva vital pero una vez más hay que recordar que nuestra época es solo un pequeño rincón de la vida del hombre.

Publicado el día 28 de marzo de 2014

Grandes ventajas de la estupidez

    Jean Paul Richter es un escritor a caballo entre el siglo XVIII y el XIX, que fue muy famoso en su época pero que, una vez desaparecido, ha caído en el olvido general y sus publicaciones son hoy poco leídas. Tiene sin embargo una obra menor, que no es difícil conseguir, en la que un poco al estilo de aquello del elogio de la locura y otras similares, defiende y explica los múltiples beneficios que la estupidez produce en el mundo. W. Fernández Flores defendía en una simpática novela que lo que mueve el mundo son los pecados capitales y esboza cómo sería este sin soberbios, sin avaros… etc. Jean Paul, como decidió que se le llamara en homenaje a Jean Paul Rousseau a quien admiraba, defiende como tesis general que lo que mueve y permite que el mundo avance es la estupidez, no solo, por ejemplo, entre los poderosos, que naturalmente se aprovechan de ella para engañar a la plebe, al pueblo, sino también para éste que, liberado de dudas, cuestiones y problemas, es feliz viviendo una vida aborregada, en paz y tranquilidad, haciendo exclusivamente lo que le mandan. ¿Para qué complicarse la vida?, ¿qué sentido tiene y utilidad andar buscando las razones de las cosas? “¿Cuándo un pueblo soporta las injusticias de sus dirigentes con menos impaciencia que cuando es incapaz de verlas?, ¿cuándo obedece las órdenes inútiles con más gusto que cuando las obedece ciegamente?”
     No se crea que esta discusión sea nueva ni que la haya iniciado Jean Paul. Es verdad que su forma de expresarla es de una manera intuitiva y, sobre todo, socarrona y burlona pero el miedo al conocimiento ha sido siempre uno de los temores que más han incidido en el comportamiento popular. Mientras los griegos clásicos (Sócrates) defendían que es precisamente el conocimiento el que permitía a la gente ser buena (“el que es malo lo es por ignorancia, venían a decir, porque la virtud es por sí misma atractiva”), realmente los poderosos han tratado de sustraer el conocimiento al pueblo. Y ejemplos los hay a miles. Voltaire tiene un cuentecito bastante mordaz en el que expone “los horribles peligros de la lectura, condenando, proscribiendo y anatematizando la invención de la imprenta”. ¿La fe del carbonero?
     “Al igual que los cuervos y las águilas arrancan primero los ojos antes de devorar otras partes del cuerpo, así quitan primero la facultad de ver antes de despojar al ciego del resto”, insiste Jean Paul.

Publicado el día 21 de marzo de 2014

Elegía a los idus de marzo

    Atis era un pastor que con sus largos cabellos poseía una belleza divina. La diosa Cibeles, medio enamorada, le daba todas sus complacencias, le eligió para conducir su carro y le confió la custodia de su culto. Pero siempre a cambio de que no se casara. Mas un día olvidó su juramento y contrajo matrimonio con la hija del rey, que era una ninfa. La diosa, furibunda, se presentó en la ceremonia, hizo perecer a la esposa e infundió en el ánimo de su protegido tanta cantidad de culpabilidad que Atis apenas puso soportarlo y empezó a someter a su cuerpo a terribles tormentos, uno de los cuales fue su propia castración. A tanto llegó su sufrimiento que la diosa, apenada y conmovida por ese espectáculo, lo transformó en un pino y lo divinizó. Era en los días anteriores y posteriores a los idus de Marzo cuando se conmemoraba la muerte de Atis bajo un pino piñonero. Un colegio de sacerdotes cortaba un árbol, lo engalanaba, suspendía de él una imagen de Atis, y lo transportaba al templo de Cibeles en medio de lamentaciones. Después de tres días de duelo, renacía Atis en el equinoccio de primavera.
    Mientras y como marco de esa historia “el día de los idus, cuenta el poeta Ovidio, es el festival del genio de Anna Perenna. Se reúne la plebe, y echándose por doquier sobre la hierba verde, se pone a beber y cada cual se recuesta con su pareja. Algunos aguantan a cielo raso; unos pocos ponen tiendas; otros levantan una chabola de hojas y ramas; otros ponen encima las togas extendidas… allí cantan lo que aprenden en el teatro y baten hábilmente las palmas siguiendo la letra; colocan una copa en el suelo y ejecutan duras danzas y una muchacha baila con el pelo suelto. Cuando vienen de vuelta, van haciendo eses y son el espectáculo de la gente, y los grupos con que se topan los llaman afortunados”. Es la romería mediterránea.
   Malhadados fueron los conjurados que decidieron eliminar a Cayo Julio César precisamente en los idus de marzo. Puede que el destino así lo hubiera decidido y por ello pudo advertirlo una vidente, aquella que le advirtió que se cuidara precisamente de esa fecha. Tan manchado quedó ese día que todavía le sirvió a Shakespeare para recordarlo. Pero, siendo el día del amor, del campo y de la vegetación, hay que reivindicarlo con versiones y variantes de estas bonitas historias, inventadas para ser derramadas cuando la primavera está asomando por el valle.

Publicado el día 14 de marzo de 2014

Mirar si está lloviendo

     Andaba preocupado el individuo porque, encerrado como estaba, mientras consultaba unos documentos imprescindibles para su tarea, en una habitación interior, de esas que necesitan luz artificial todo el día, desconocía el tiempo que hacía en la calle. No se había traído el paraguas ni ropa adecuada para la lluvia y temía que estuviese cayendo un chaparrón de esos de padre y muy señor mío que por la mañana ya venía medio amenazando. ¿Estará lloviendo?, se preguntaba, ¿o habrá salido el sol y las nubes amenazadoras se habrán esfumado?, ¿se habrá aplacado también el viento? A ver cómo anda el día. Y en ese preciso momento, en el que pretendía conocer por dónde andaba la temperatura, le sobrevino una duda realmente grave que le sobrecogió el ánimo. ¿Qué sistema debía utilizar para averiguar lo que pasaba en ese momento: mirar por la ventana a la calle o buscar en el ordenador que tenía delante el programa que, sobre el tiempo, va indicando a cada rato lo que está ocurriendo. La ventana a la calle o el ordenador, esa era la cuestión y el motivo de su duda. ¿Dónde y cómo averiguar la realidad?
      A la altura de este cuentecillo es casi seguro que el lector puede entender que el problema es una falsa incógnita de fácil resolución, incluso una manera de enredar en algo tan simple, que lo que debe hacer el protagonista de la historia es algo muy simple: asomarse a la ventana para descubrir lo que está pasando y santas pascuas. Pero no se crea que las cosas sean tan sencillas como a primera vista pueda parecer. Hasta es posible que, planteada la cuestión en su pura materialidad, la única opción sensata sea la de “mirar por la ventana”, o el balcón, pero, cuando se trata de realidades más sutiles, de comportamientos más complejos y con más aristas, la vía de conocimiento puede ser un problema en sí mismo.
     Y, si no, ahí tenemos los mensajes de los poderosos que de manera expresa nos están diciendo que, para saber lo que ocurre en el país, dejemos de observar lo que tenemos enfrente y nos dediquemos a leer las páginas de economía económicas, observemos los coeficientes macroeconómicos, las grandes cuentas y que es estas variables donde nos enteraremos que la crisis ya ha terminado, que, como en “La peste” de Camus, ya se pueden abrir las puertas de la ciudad al amanecer de una hermosa mañana. Y que nada de mirar por la ventana a ver qué pasa en la esquina de la calle. Vaya.

Publicado el día 7 de marzo de 2014