Ceremonias de salvación (1)

      La mayoría de los filósofos, y también especialistas de otras ramas del saber, han hablado desde siempre de lo que en términos más o menos técnicos se llama la radical inconsistencia humana. Es, dicho de una manera quizá menos precisa pero más inteligible, el convencimiento de que los seres humanos, nuestra especie, tenemos una existencia endeble y débil; que, al final ni somos ni pintamos nada. Este es además un pensamiento obvio y que, apenas que horademos un poco, se despliega espontáneamente en una vivencia natural. Y, claro, eso no nos gusta. No ya porque esa realidad choca frontalmente con la maravillosa idea que nos hemos forjado de nosotros mismos, de hecho creyéndonos nada más y nada menos, que los más importantes del universo (antropocentrismo, le llaman a esa actitud), sino porque poner sobre la mesa nuestra insignificancia es tocar las fibras de nuestro equilibrio y ello nos produce inestabilidad, nos convierte en seres aún más endebles y precarios. Los “efímeros” nos nombra, en boca de los dioses, un autor dramático griego, Esquilo.
      Puestas así las cosas, el ser humano se ve obligado, por necesidad, a buscar espacios sólidos en los que apoyarse con cierta firmeza; a ir al encuentro de refugios que nos guarezcan del frío y la intemperie; a encontrar como sea sistemas de seguridad que al menos nos hagan viable y posible la vida. Ser conscientes todo el tiempo de que vivimos en el precipicio hace imposible no ya el bienestar y la bonanza, estados de ánimo imprescindibles, sino la propia vida. No disponer de algún remedio o mejunje para paliar nuestra desgracia es como llevarnos a la destrucción. Por eso dice Camus que “no hay más que un problema metafísico serio: el suicidio”. Nos resulta imprescindible disponer no ya de sistemas de curación total, lo que es imposible, pero sí al menos de remedios que hagan más llevadero, y transitable, lo único cierto de que disponemos, nuestra existencia. (Y eso si no somos en realidad, como se mofa Calderón, polvo y sueño). A saber.
     Ponerse a pensar todo esto es, lo asegura también Camus, tener una mina en los pies pero es lo que hay. Por eso, para medio trampear en la vida, cada cultura, civilización, época, clase social, etc. ha buscado sus propios mecanismos de defensa, sus antídotos, sus ceremonias de salvación. El problema está en si lo que hoy manejamos en la vida como terapia nos está sirviendo de verdad.

Publicado el día 24 de abril de 2015

La publicidad resolvió

      No está claro para los investigadores si Adán y sus ministros eran conscientes de todo lo que se le venía encima. Él había alcanzado la fortuna y disponía de todas las posibilidades de ser enteramente bienaventurado pero metió la pata y, ya se sabe, a la calle y a trabajar. Lo malo es que había que empezar por algún sitio a organizar las cosas: que si los calendarios para saber en qué día estaba; que si las señales de tráfico antes de que empezasen los rebaños a andar de un lado para otro; o los tribunales de justicia pues tenía la intuición de que pronto iban a empezar las malas acciones. No resultaba fácil la tarea para la vida de una colectividad tan rebuscada, artificiosa y convencional como la humana con necesidades tan perentorias como cenar, disponer de colega para el desahogo sexual y tener a la mano un poco de agua hasta que se inventase el vino. A sus correligionarios de aventuras había que proporcionarles también las circunstancias favorables que les permitieran cubrir las llamadas necesidades secundarias, aquellas derivadas de su montaje cultural. Y hasta la vertebración social.
        Pero tal vez con lo que no contaba es con las cuestiones supuestamente baladíes pero que al final resultan imprescindibles. Simples bagatelas: el tamaño de los sobres y de los folios, la altura de las puertas, la dimensión de los tornillos y las tuercas o la forma de saludar. Y no digamos el nombre de las cosas que para asignar uno a cada objeto material o simbólico ya le hacía falta imaginación. Luego estaban los horarios porque hubiera sido un lío terrible si en una calle era una hora y en la de al lado otra: ¿cómo ponerse de acuerdo para quedar? De eso y de muchas otras cosas tuvieron que ocuparse Adán y sus primeros ministros. Lo peor vino sin embargo después cuando tuvo que poner fecha para la risa y el llanto, para la alegría y la tristeza. ¿Era mejor que todos lloráramos al mismo tiempo o quizá resultaba recomendable que cada uno lo hiciera a su antojo?
   Mas, cuando estaba metido, como Descartes, en la duda absoluta, las campañas publicitarias, que son las que saben, resolvieron todo. Y así, a partir de entonces, todo fue sobre ruedas, nunca hubo un problema y hasta sobraron montones de inventos que ya no hacían falta. A fin de cuentas, le dice Sempronio a Celestina, no hay cosa tan difícil de sufrir en sus principios que el tiempo no la ablande y haga comportable.

Publicado el día 17 de abril de 2015

Tortilla, huevos y pan

      Hubo en la Grecia clásica dos filósofos que vivieron en época aproximada, cuyas doctrinas coincidieron en algo muy importante pero que sin embargo tuvieron dos grandes discrepancias. A diferencia de sus antecesores, que eran partidarios de que la naturaleza y las cosas están integradas de una única sustancia (el agua, por ejemplo), ambos convergieron en que, por el contrario, todo está formado de pequeñísimas partículas elementales llamadas átomos, es decir, lo que es indivisible, anticipando con ello, naturalmente en otro contexto muy diferente, lo que la ciencia moderna defiende. Sus dos diferencias consisten en que, mientras uno, Anaxágoras, considera que estos átomos son cualitativamente diversos, el otro, Demócrito, piensa que todos los átomos son iguales y que lo que hace diferentes unos objetos o seres de otros es el número. En este caso lo que diferencia de un león de una mesa es que tienen un número de átomos distinto.
      La segunda diferencia entre ambos es su carácter, su manera de ser. Y así mientras que Anaxágoras era famoso porque, se cuenta, nunca en su vida nadie le vio reír, las carcajadas de Demócrito llenaban todo el Peloponeso, en expresión de alguno de sus contemporáneos. A día de hoy, quien ha traído la risa como sistema de comunicación filosófica ha sido el esloveno Slavoj Zizek, cuyo pensamiento es hoy una de las alternativas más serias y profundas sobre la situación en que vivimos. Entre otros muchos chistes, como él los denomina, valga este ejemplo. Mientras el escritor comunista turco Panait Istrati visitaba la URSS en la época de las grandes purgas, un apologista que intentaba convencerle de la violencia necesaria con los enemigos citó el proverbio “no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos, a lo que Istrati contestó: muy bien, veo perfectamente los huevos rotos, pero ¿dónde está la tortilla? Lo mismo podría decirse, añade Zizek, de las medidas de austeridad impuestas por el FMI; los griegos tendrían todo el derecho a decir: muy bien, estamos rompiendo nuestros huevos por Europa pero ¿dónde está la tortilla que nos prometen?
      En estos años de angustia la tortilla está hecha y es grande en cantidad y en calidad. Pero el problema está en que quienes se la reparten cada vez son menos, tocan a más y los poderes están ocupados y preocupados en protegerlos. Con lo que con los huevos rotos estamos haciendo un pan como unas tortas.

Publicado el día 10 de abril de 2015