Fantasía pro Urdangarín

       El Gran Khan, que era el dueño del jardín prohibido, “jardín de gran extensión, muy bien rodeado con un alto muro de muchas imágenes”, se vivía y se sentía a sí mismo como propio de una raza de origen superior. Y ya no es que esta vivencia la dedujera por vía de razonamiento, era, sobre todo, un convencimiento que llamaríamos por sentido emocional de totalidad. Como si hubiera sido Naturaleza misma la que hubiese venido en su favor mediante algún dios u otra fuerza sobrehumana. Era el orden natural de las cosas, de manera que unas surgen de la mente y las demás del barro de Pandora y Epimeteo, ni siquiera de Prometeo. (De ahí el tú natural frente al vos con que debían responder los efímeros, según palabra de Esquilo). Y fue allí donde se escuchó la voz imperiosa, altiva y necesaria: “¡Cómo tienes a mi hija en un piso de 300 m2 cuando ha vivido toda su vida en un palacio!", único lugar apropiado para morada de los que Naturaleza hasta cambió el color de su sangre.
       El efímero había sido arrebatado e introducido al jardín, mediante el sueño, “Y así yo podría traer de testigo / un autor famoso llamado Macrobio / que nunca a los sueños tuvo por quimeras”. Andaba cual mortal común, embebido en superficiales entretenimientos, cuando fue arrastrado al lugar de los supremos (“vino a franquearme una noble joven / que era por demás hermosa y lozana”) donde debió pasar una etapa de aprendizaje imprescindible y de grave martirio para alcanzar el lenguaje de las aves y demás moradores del lugar. (Un aprendizaje paralelo a otro que surgió del famoso “ahora me toca a mí”, herejía mayor que la cual nunca pudo producirse en el olimpo hispano). Purificados el entendimiento y los fervores mediante todas las exquisiteces que soñar se pudiera, creyó haberse tornado en deidad lo que carne perecedera había nacido. Y en una metamorfosis apurada y apresurada apareció un nuevo ser cuya arrogancia desbarató honores y cargos deportivos. Y que, al decir de los viejos y sabios, caso de no ser muy inteligente y poco letrado, caería para siempre en la mayor inanidad.
         Y así, tras serle negada una ayuda solicitada, se enfrascó en cumplir el designio del Gran Khan, como era su obligación y su necesidad, convencido de que no había otra tarea más noble que esa obediencia infinita. Fue de esta manera como nunca fue capaz de entender lo que decían los precarios y los breves que le estaba pasando.

Publicado el día 24 de febrero de 2017

Alguna duda sobre la verdad

        La desazón que a muchos está causando todo lo que se está diciendo y escribiendo sobre lo que se ha dado en llamar la posverdad o, de otra manera, los hechos alternativos, no tiene pinta de que se cure fácilmente. Y, menos aún, de que sea una polémica pasajera que pronto va a pasar al olvido. Aparecerán nuevos términos para seguir con la discusión, que es real y sin duda terrible. Y es que, si uno analiza el entramado filosófico e histórico que subyace a esos conceptos, puede caer en una depresión incurable si su deseo es, como parece lógico, que se cumpla el principio de que lo que es verdad es verdad y lo que no lo es pues no lo es. O sea, una clara línea roja entre la verdad y la mentira. Es lo que los filósofos llaman el principio de contradicción que viene a decir técnicamente lo que muchas veces decimos de broma, que lo que no es no es y, además, es imposible.
      Pues no son tan sencillas las cosas como nuestro sentido común parece indicarnos. Y tampoco es novedad esta controversia teórica que ahora nos tiene enganchados. Ya, desde el comienzo del pensar reflexivo, se están planteando cuestiones sobre la verdad y lo que esta es y significa. (Un libro publicado a finales del siglo pasado ya incluía casi treinta concepciones diferentes sobre el concepto de verdad). Fueron los griegos los que se ocuparon con intensidad de interrogantes sobre el pensar discursivo, sobre lo que es y no lo parece o lo parece y no lo es. Ejemplos para mostrar estas contradicciones los hay a montones, pero, por elegir uno muy conocido, valga el que los manuales llaman “el problema de Protágoras”.
        Este había enseñado a ser abogado a un discípulo y lo había hecho a condición de que, cuando ganase su primer pleito, le pagaría. Pero este, ingrato, decidió abandonar el derecho y, por tanto, no pagarle lo que le debía. Enfadado Protágoras por la deslealtad y la no cobranza, decidió demandarle. Pensaba que, si ganaba el juicio, cobraría y, si lo perdía también porque sería el primer juicio ganado por el discípulo, que entonces tendrá que pagarle. Pero muy otro era el razonamiento del discípulo: si perdía el juicio, no se daba el requisito previsto y le liberaba de su compromiso y, si ganaba, pues tan pancho. La paradoja ha sido estudiada y analizada en multitud de ocasiones y hasta utilizada en algún juicio. Todos estos juegos del lenguaje y la mente pueden producir mucha preocupación.

Publicado el día 17 de febrero de 2017

Corbyn, Hamon, ¿Pedro?

      Lo cuenta el historiador Heródoto cuando describe cómo estaba la situación política en Atenas en el siglo VI. Un día del año 550, el tirano Pisístrato, que había sido derrocado por la alianza de los otros dos partidos de la oposición, decidió utilizar una gruesa estratagema para volver al poder. Solicitó a una mujer, llamada Fía, de una estatura alrededor de 1,70 “y, además, agraciada” y la vistieron con la armadura adecuada, la subieron a un carro, y le indicaron cómo debía comportarse. Antes, por todas partes, fueron enviados heraldos (las redes sociales de la época) anunciando que la diosa Palas Atenea, protectora de la ciudad, había acudido en persona a proclamar de nuevo a Pisístrato como tirano de la ciudad. Los atenienses se lo creyeron y lo aceptaron como tal.
      Tras el gobierno de Solón, muy elogiado por haber dado los primeros pasos democráticos con el principio de que las leyes han de ser justas y haber iniciado el pensamiento de que todos son iguales ante la ley, aparecieron en Atenas dos partidos, de sobra conocidos y citados. Ambos representaban corrientes ideológicas e intereses de zonas de la ciudad en la que se distribuían los ciudadanos según sus condiciones sociales, culturales y económicas. Tal como de alguna forma sigue sucediendo a día de hoy. Uno, llamado de la costa, integraba a las llamadas clases burguesas. El otro, de la llanura, estaba formado por latifundistas, aristócratas, la nobleza y constituía, como es de prever, la derecha conservadora. Así las cosas, la gran tarea de Pisístrato fue fundar un tercer partido, la montaña, para recoger e incorporar a la vida pública al proletariado urbano y campesino.
      Los personajes, inglés y francés respectivamente, citados en el título, surgen en triunfo en una votación colectiva universal, dentro de su partido, y representan lo que se denomina la izquierda, que algunos describen como inconsistente por soñadora de lo imposible y rígida por su incapacidad de acuerdos. Acumulan los sectores más radicales y viven de enfrentamientos con sus aparatos. Pisístrato luego fue un muy buen gobernante para todos (el término tiranía no tiene el actual sentido depravado) y lo hizo, al margen de la procesión referida, porque pactó con Megacles, líder de la costa. Bien es verdad que detrás hubo asuntos privados, pero a fin de cuentas el acuerdo le salvó, a él y a Atenas. ¿Podría formar el trío Pedro Sánchez?

Publicado el día 10 de febrero de 2017

Conquistar las palabras

     Andrenio, un personaje de “El Criticón, novela de B. Gracián, se muestra perplejo de cómo las palabras cambian a través del tiempo: primero se decía fillo; después, fijo; luego, hijo… y así en otros muchos casos. Pero, si las palabras cambian en su grafía, mucho más lo hacen en su significación y simbolismo.
      La palabra curiosidad es un ejemplo sencillo para mostrar estos juegos del lenguaje pero que en el fondo lo son de nuestra visión de la vida. Los griegos, en especial Aristóteles, la valoraron como el principio del saber y ello propició el desarrollo de las ciencias y la sabiduría. Y así se entendió como opinión universal. Alberto Manguel, asegura que la curiosidad ha sido el motor de la evolución humana… Pero es este mismo autor el que abre la espita de la sospecha cuando dice que también es la tentación para adentrarnos en lo prohibido, lo oculto, lo peligroso… Y aquí viene la cuestión a debate. Si uno le echa un vistazo, por ejemplo, al Kempis o a otros textos similares de cultura religiosa y, sobre todo, conservadora, apreciará en seguida cómo la curiosidad es tachada de amenazadora y de comprometida. No siempre se dice así de manera tajante (a veces sí, desde luego) pero se deja caer la advertencia de que puede llevar a lo indeseable, a la ruina moral, de que es nefanda y así lo mejor es no avanzar en la búsqueda de lo nuevo sino atenerse a la “doctrina de toda la vida”, que esa sí que es especialmente segura.
       El diccionario de la RAE, al hilo de esta rancia visión, en su edición vigésimo primera, de 1992, dice que curiosidad es el “deseo de saber o conocer lo que no nos concierne” y “Vicio que nos lleva a inquirir lo que no debiera importarnos” Es decir, como en el chiste de la soga y el burro, una calamidad, porque, en una acepción moralista mohosa, nos arrastra al pecado y a la perdición. Y, naturalmente, quienes en nuestro país ha sufrido este juicio tan negativo han sido las ciencias y los saberes, convertidos de este modo en sistemas cutres y sin ninguna posibilidad de avance intelectual. Pero menos mal que las cosas han cambiado y en la edición vigente se define la curiosidad como: “Inclinado a enterarse de cosas ajenas, a aprender lo que no se conoce”, lo que es ya un avance, aunque falte profundizar más. Es la reflexión que ha hecho M. Paz Battaner Arias, la filóloga y lexicógrafa que acaba de entrar en la RAE, y que motiva esta columna.

Publicado el día 3 de febrero de 2017