De nuevo sobre la verdad

      Que Alejandro Magno era tuerto es un rumor transmitido a lo largo del tiempo, una anécdota de ejemplaridad significativa. Se cuenta, pues, que, deseando que un buen pintor le hiciese un retrato, llamó a los tres más notables del momento. Uno de ellos, Zeuxis, le pinta tal como era, con el ojo malo, y su retrato es rechazado por haberle faltado al respeto al rey (este pintor, cara a cara / me hace diciendo el defecto / mío, y es gran desvergüenza / hablar al rey descubierto). Timantes, por el contrario, le pone los dos ojos buenos y su cuadro también es impugnado por faltar a la verdad (este no se me parece / porque le falta el defecto… / y ninguno ha de mentir / al rey). Quien, a juicio del protagonista, acierta en la expresión de su retrato es el tercero, que lo pinta tal como es, pero decide hacerlo de perfil por su lado bueno (ese que tantas veces se busca) y, por tanto, ni falta al respeto al soberano ni tampoco miente. Es Apeles, allá por el siglo IV.
      El problema que estas tres distintas formas de expresión plantean es arduo y complejo. No se crea que está todo claro, como pudiera parecer a primera vista. Porque se trata nada menos que de interpretar la relación entre el lenguaje, de la pintura en este caso, y la realidad, que es una forma de atender el problema de la verdad. De las tres respuestas al nudo gordiano, se supone que dos responden a la realidad y ¿sólo uno, Timantes, la manipula?
      Y eso se complica mucho más si lo llevamos a otro terreno ideológico diferente, al del poder. Si problemática es la relación con la existencia, tanto o más lo es sobre de qué manera hay que dirigirse a quien manda. Apeles bien lo resuelve a comodidad, pero los otros dos interlocutores resbalan en este punto. Se queja el historiador romano Tácito, tratando de reflejar la vida política de su tiempo, que los asuntos de Estado se han dejado a un lado como algo sin incumbencia, bien por el deseo de adular o, por el contrario, el odio hacia el poderoso y así, entre hostiles y sumisos, a nadie importaba la posteridad. Zeuxis y Timantes, hostil y sumiso respectivamente, parecen dar la razón a Tácito, pero ¿no es también muy discutible la faena de aliño de Apeles para un diálogo con los que de verdad mandan? ¿Cuál de las tres interpretaciones es la más auténtica?, ¿la más veraz? Basta con echar una ojeada cualquier mañana de estas a los periódicos para ver el intríngulis.

Publicado el día 26 de mayo de 2017

Catoblepas, arriba y abajo

      Cuenta el naturalista latino Plinio que, en los confines de Etiopía, habita un animal, por regla general de tamaño mediano y de miembros sin fuerza, solo soporta con dificultad su cabeza, que es muy pesada. Siempre la tiene inclinada hacia tierra; de otra manera supondría la ruina de la especie humana pues todos los que han visto sus ojos mueren inmediatamente. Catoblepas es una palabra griega que significa “que mira hacia abajo” y es usada en este caso para designar a este animal fantástico (¿?). Prácticamente desconocido en nuestra literatura, del catoblepas han hablado muchísimos escritores a lo largo de la historia, Grecia y Roma, y, entre los modernos, por ejemplo, Flaubert, como un monstruo que intervenía en las tentaciones de san Antonio. O Jorge Luis Borges. (Y con este nombre hay una revista crítica, de fácil acceso por internet).
   Sobre el catoblepas se ha formulado un sinfín de teorías e interpretaciones. Su comportamiento ha resultado tan rico en doctrina que ha sido utilizado en demasiadas ocasiones para interpretar filosófica e ideológicamente hechos, sucedidos y acontecimientos sociales, políticos o históricos. La interpretación más benigna de su actitud y, al tiempo, la más común es la que le atribuye cierta bondad al no apartar su mirada del suelo, para no ejercer su mortífero poder. Antonio, si levantara mis párpados, te morirías en seguida.
       Muchos de quienes han hablado sobre él ponderan que ese solo mirar a la tierra significa estar pendiente de la realidad dejando a un lado las grandes elucubraciones utópicas. Pero ese mirar a la tierra sin ver más allá es, a su vez, la trampa mortal a que lleva el Catoblepas. ¿Qué harán, por ejemplo, todos los cargos orgánicos que, como tales, han apoyado y empujado a un candidato si gana otro?, ¿qué decisión tomarán sobre su representatividad si quedaran desautorizados al no ganar su candidato?, ¿quedará el PSOE sin aparato y sin superestructura? Y la misma reflexión vale para los medios que, sin disimulo ni velo alguno, han optado fervorosamente por un ganador: ¿podrán hablar sin rubor de, por ejemplo, neutralidad? De tanto ir mirando hacia abajo les puede ocurrir como al Catoblepas: Una vez, Antonio, me devoré mis patas sin advertirlo. Y Machado recuerda, hablando de ese mirar, que hubo unos ojos que a la luz se abrieron / un día para, después, / ciegos tornar a la tierra / hartos de mirar sin ver.

Publicado el día 19 de mayo de 2017

Sobrentender el mensaje

     Tras haber extendido todo su ejército por el Helesponto (y soltar unas lagrimitas de emoción por ello), cuenta Heródoto que el gran Jerjes mantenía una interesantísima plática con su tío y primer asesor Artabano, conversando sobre la vida y la muerte, las decisiones políticas… y es entonces cuando el soberano pregunta: ¿Y cómo se puede conocer, siendo hombre, lo cierto? Creo que de ninguna manera. Estamos en el siglo V antes de nuestra era, por no ahondar en testimonios mucho más antiguos, y ya hay testimonio de las dudas que ofrece el concepto de verdad en las acciones de gobierno. No es por tanto nada nuevo en la historia todo ese complejo conceptual y lingüístico que ha venido a llamarse posverdad, realidad alternativa, etc. Y, mientras Sunzi declara que el arte de la guerra es el arte de engañar, los aqueos, dice Polibio, detestaban en las guerras todo propósito engañoso, no considerando legítima victoria más que aquella en la que los esfuerzos enemigos fuesen totalmente abatidos.
       Complejo y difícil, contradictorio, este asunto de lo verdadero y lo falso, de lo mentiroso y lo indudable. El juego de la verdad y la falsedad, cuando entra en el terreno social, y en especial en el político, no solo encierra un elemento interno de coherencia, de si algo es cierto o no, sino que se constituye en un arma activa por las consecuencias que de ello derivan. Echando mano de la ya vieja distinción de Alfred Hirschman sobre conflictos indivisibles y divisibles, es decir, los de sí o no y los de más o menos, son estos últimos los que generan dudas por sí mismos, los que se mueven en un ambiente de incertidumbre. De si habló o no lo hizo, sí o no, no surgen titubeos, pero de lo que dijo o no, con el agravante de los recursos complejos que ofrece el idioma, ya es bastante más confuso todo.
       Es lo que está pasando en todo el desgraciado asunto llamado caso Lezo y la fiscalía anticorrupción. Hay hechos conocidos y reconocidos de cuya veracidad nada hay que objetar, pero las valoraciones, sobre todo si estas se ofrecen con carácter universal (todo lo ha hecho perfectamente), sí generan el mayor resquemor. Defender a alguien que a uno le puede estar favoreciendo produce el efecto contrario al deseado. Y el ambiente viscoso y el reguero de suspicacia ya no desaparecerán. Mal negocio dialéctico por tanto. (Y ejemplos como este, en el terreno de la política, los hay a miles).

Publicado el día 12 de mayo de 2017

Siempre hacemos lo mismo

       Siempre que se habla de algo relacionado con la fama, el narcisismo o algo por el estilo, resulta obligado acordarse de aquel pastor de Éfeso, llamado Eróstrato, que, para conseguir notoriedad y nombradía eternas, decidió quemar, en julio del año 356 a.n.e., el templo de Diana, una de las siempre citadas siete maravillas del mundo. Y su propósito desde luego se cumplió enteramente. La prueba está, no solo en que a día de hoy seguimos recordándolo, sino que de él hay un montón de referencias a lo largo de la historia de la literatura. Y eso que en un primer momento las autoridades prohibieron, nada menos que bajo pena de muerte, recordar su nombre. Pero ¡qué se le va a hacer! Eso es lo mismo que, por ejemplo, cuando George Lakoff inicia sus experimentos lingüísticos indicando a los alumnos: no pienses en un elefante; hagas lo que hagas, no pienses en un elefante. La consecuencia es obvia: ¿en qué van a pensar si no? Como el caso de Eróstrato.
    Esta referencia histórica, como alguna otra que pudiera citarse (es el caso de las conversaciones que los llamados “Diálogos” del filósofo Platón descubren sobre sus protagonistas), da fe de que ni es nueva la tendencia a buscar la fama ni tampoco que únicamente se utilicen tácticas nobles para adquirirla. Narciso, aquel personaje de la mitología, que mientras bebe en el estanque, seducido por la visión de la belleza, se enamora de una esperanza sin cuerpo y cree que es un cuerpo lo que no es sino agua (belleza, ya se sabe, la de sí mismo), tan no lo hace a voluntad que también se ve forzado a rechazar el amor de la lindísima ninfa Eco. Lleva por tanto una clara imposición del destino. Su nombre lo invocó Freud para identificar el síntoma de transformar el propio sujeto en objeto de sí mismo, de su amor y de su contemplación.
   Lo más probable es que sea cierto ese pensamiento que manifiesta que los comportamientos humanos siempre han sido más o menos iguales y que en ese terreno no se ha producido grandes modificaciones. Bien es verdad que algunos vicios o virtudes han subido o bajado en la Bolsa de valores, pero, a fin de cuentas, siempre jugamos los mismos juegos y la diferencia está en las técnicas al uso. ¿O acaso Critón, o algún otro de los interlocutores de Platón, no hubiera hecho una foto del grupo si hubiese dispuesto de una cámara adecuada? Ya se pintaban retratos, pero, como siempre, normalmente a los más ricos.

Publicado el día 5 de mayo de 2017