Si poder justificarnos

       Hay ocasiones en la que el estupor y la sorpresa se reduplican como si tal cosa y con la mayor naturalidad. Es decir, esto ocurre cuando alguien, por ejemplo, se sorprende de algo y, a su vez, es esta propia sorpresa la que sorprende a un tercero. Obviamente no es un juego de palabras sino una reacción bastante más frecuente de lo que pueda parecer a primera vista. Los resultados de un estudio reciente que se ha hecho sobre la juventud, sobre los que vienen detrás de nosotros y, de momento, están a nuestro cargo, han causado estupor a más de uno, que no ha acabado de entender cómo aún perviven en las generaciones más jóvenes estereotipos, convencimientos, opiniones y puntos de vista que más de un ingenuo esperaba hubieran desaparecido por su carácter ideológico de escasa, piensan, catadura moral. Pero donde el clamor reprobatorio es sonoro se ha producido a la hora de lamentar cuáles son sus referentes, a quién o quienes desean parecerse. ¡Vaya modelos, se ha escandalizado más de uno, a los que aspiran a imitar! Y ya no son únicamente los referidos resultados, sino que, en cuando acontece alguna avería social vuelve a ocurrir lo mismo.
       En realidad la encuesta es una clarividente radiografía de la sociedad en que vivimos y construimos cada día, pero todos nosotros, unos y otros, todos. Y lo significativo de estos diagnósticos es que nos ponen ante nuestra propia realidad de manera descarnada. Es entonces cuando nos vemos necesitados de aportar, como descargo de conciencia, las buenas ¡buenísimas! razones, de justificación. Es en este juego en el que hay quien asegura que la bondad de determinados concursos ha modificado que los niños, en lugar de querer ser futbolistas, ahora deseen ser cocineros. ¡El progreso moral, a través de la deontología!
     En el Diccionario del Diablo de A. Bierce, en la entrada Satanás, se dice: Uno de los lamentables errores del Creador. Habiendo recibido la categoría de arcángel, Satanás se volvió muy desagradable y fue finalmente expulsado del Paraíso. A mitad de camino en su caída, se detuvo, reflexionó un instante y volvió. —Quiero pedir un favor —dijo. —¿Cuál? —Tengo entendido que el hombre está por ser creado. Necesitará leyes. —Qué dices miserable! Tú, su enemigo señalado, destinado a odiar su alma desde el alba de la eternidad, ¿tú pretendes hacer sus leyes? —Perdón; lo único que pido, es que las haga él mismo. Y así se ordenó.

Publicado el día 25 de agosto de 2017

Pedrisco y el éxito

        El pobre Pedrisco pasaba un hambre atroz. Pedrisco es un personaje de la comedia de Tirso de Molina “El condenado por desconfiado” y ejerce la tarea de colaborar con el protagonista, el ermitaño Pablo, que vive en el desierto haciendo penitencia y alimentándose solo de las yerbas del campo que le proporciona precisamente el propio Pedrisco. Embalado Pablo en su camino al cielo (al menos, eso es lo que pretende) solo tiene el deseo de servir a Dios en la confianza de que sin duda conseguirá alcanzar el cielo. Luego, en el transcurso de la acción, las cosas se le torcerán por desconfiado y, en el fondo, egoísta, pero, mientras tanto, Pedrisco, que recibe los sermones de lo bueno que en la vida es ser santo porque te garantizas el cielo, no acaba de convencerse de que ese propósito conlleve necesariamente pasar hambre. ¿Por qué no comer y, al mismo tiempo, hacerse santo? Así las cosas, reza y suplica que el hambre me quitéis / o no sea santo en mi vida. / Y si puede ser, señor, / pues que vuestro inmenso amor / todo lo imposible doma, / que sea santo y que coma / mi Dios, mejor que mejor. Y en esas anda su preocupación, en simultanear la santidad y poder comer, en evitar la aparente contradicción de llevar el camino al cielo, pero, mientras tanto, poder comer algo que no sean solo yerbas. ¿Dónde estáis, jamones míos, / que no os doléis de mi mal?
      El recuerdo de los jamones que antes comía y que ahora, en estas circunstancias, no acuden a resolver a resolver sus problemas, es una referencia paródica de aquellos versos lastimeros de don Quijote cuando le reprocha a su Dulcinea que, estando herido (¿dónde estás, señora mía / que no te duele mi mal?) no acuda a socorrerle.
       El intríngulis está en las garantías. ¿Seguro que, en no comiendo o en hacerlo solo con yerbas, que a la postre viene a ser casi lo mismo, se asegura uno el cielo? ¿Y qué se conseguiría si los jamones acudiesen, como hubiera podido hacer Dulcinea, en auxilio del menesteroso? La garantía y la seguridad de alcanzar el éxito, que tanto preocupa a nuestra civilización cercana, no siempre está a la mano. Al ermitaño le costó la otra vida su desconfianza, pero el éxito los hizo fuertes, fueron capaces porque lo parecían, confirma Virgilio en la Eneida. Aunque para eso, como asegura el entender popular, hay que saber llegar a la hora del fraile. Nunca más apropiado que en este caso, que diría Pedrisco.

Publicado el día 18 de agosto de 2017

Espectáculos especiales

       Estamos a día 8 de octubre de 1559 y Felipe II, a las cinco y media de la mañana, se había presentado ya en la plaza Mayor de Valladolid. Su séquito estaba integrado por toda la más alta nobleza con encomiendas y ricas veneras y joyas y botones de diamante al cuello. La concurrencia era inmensa: autor hay que asegura que pasaban de 200.000 las personas que habían acudido al acto. (En el mayo anterior, en otro trance paralelo, se habían colocado más de doscientos tablados para los curiosos, que llegaron a tomar los asientos desde media noche y pagaron por ellos 12, 13, y hasta 20 reales). La ceremonia siguió la larga liturgia llena de rezos e imprecaciones piadosas con todos los intervinientes reglados: jerarquías civiles y eclesiásticas, clérigos seculares y regulares y demás ayudantes. Y luego vino el tratamiento particular para cada reo: unos, quemados vivos directamente; otros, ajusticiados antes y luego entregados al fuego… Con estos dos autos de fe, asegura Menéndez Pelayo, quedó muerto y extinguido el protestantismo en Valladolid.
         Dando un largo salto en la historia para el propósito de esta reflexión, cabe situarnos en Saná, capital de Yemen, casi antes de ayer. La crónica narra cómo es ejecutado en público… “una multitud observa, jalea y fotografía la condena a muerte en público de un hombre que violó y asesinó a una niña de tres años”: rodeando la zona habilitada para la ejecución en las terrazas cercanas e incluso encaramados a los postes de luz cercanos, los asistentes observaban el macabro espectáculo, que las autoridades llevaban días anunciando. Muchos coreaban “Alá es grande”. La sentencia fue jaleada por cientos de personas — en verdad casi sólo hombres—, que se congregaron para verle morir.
        La salud del alma, en un caso, la del cuerpo en otro. Y en el entretanto, por resumir un poco, la fila de nobles desfilando ante el cadalso en procesión civil. Muchas representaciones como espectáculos públicos de horror y espanto han llenado la historia, pero las que encierran un propósito justiciero guardan una pátina especial. Las autoridades lo justifican por ejemplarizante, tal como Licurgo, cuentan, emborrachaba a los ilotas para que los ciudadanos libres conocieran los perniciosos efectos del alcohol, pero, como dice Borges, en ese velatorio conmueven las menudas sabidurías / que en todo fallecimiento se pierden. Y pierden a la gente en comandita.

Publicado el día 11 de agosto de 2017

La metonimia de Apuleyo

       A Tesalia por negocios se dirigía el personaje del libro de Lucio Apuleyo. Iba con una carta de presentación de su amigo Demeas para que la entregase a Milón, un personaje de relieve y resonancia en la ciudad de su destino, en cuya casa podía albergarse los días de su estancia en la ciudad. No contaba sin embargo con que su anfitrión era famoso por su extrema avaricia y mezquindad, menos aún que la esposa de Milón dedicaba su tiempo a supercherías y actividades de magia. Y lo que ya no podía esperar era que Fotis, criada principal, también estaba entrenada en esos menesteres y que, enamorada locamente del protagonista, le iba a facilitar convertirse en ave mediante la toma de una pócima infalible. Y el final del cuento, que por otra parte es naturalmente el principio, nos cuenta que, por precipitación, Fortis confunde el brebaje y, en lugar de pájaro libre y volador, lo acaba convirtiendo en asno, “El Asno de oro”, en el que Apuleyo va contando todas las aventuras, más bien infortunios y desgracias, que vive un animal con cuerpo de burro y mente de humano. Puro hablar de una cosa y decir otra, pura metonimia.
      Los asuntos públicos, las querellas y las demandas colectivas, dice Jean Bodín, un filósofo del siglo XVI, solo deben fundarse en los poderes absolutos de la gente, pero hablar claro y contarlo todo es desde luego, quizá, el problema que plantea este propósito. Hablar de A para referirse a B exige el cumplimiento de unas ciertas y finas reglas que muchos responsables públicos rehúyen plantear.
       Metonimia es una figura literaria, que, como aquello de Moliere de hablar en prosa sin saberlo, estamos utilizando todos a cada momento. Siempre que designamos algo con el nombre de otra cosa por su relación con ella, hacemos metonimia. Referirse a la vejez por las canas o asegurar que hemos comido un par de platos por su contenido, supone manejar las metonimias. Metonimias a todas horas. Y también, por supuesto, cuando hablamos del país, de cómo están los asuntos públicos. El asno de oro, con la contradicción dialéctica de mente y cuerpo, juega un lenguaje y un discurso de pura paradoja Como ocurre con demasiada frecuencia cuando sabemos A y escuchamos B. La metonimia se ha convertido, probablemente a lo largo de la historia, en la figura literaria más utilizada y el mecanismo de decir lo que es solo en parte. ¡Ay de las metonimias y su utilización deshonesta!

Publicado el día 4 de agosto de 2017