Natural, terrible palabra

    Adjetivar las palabras para encontrarles un lugar en el universo del idioma es, normalmente, una operación simple. Un regalo simpático, un tarde calurosa o un vecino amable son expresiones fáciles, salvo que alguien pretenda precisar hasta el detalle. Mas es conveniente recordar que hay palabras que encierran una muy alta concentración de significado lo que las hace complejas, duras y hasta terribles. Natural, y naturaleza, son dos de ellas. Si, por ejemplo, en filosofía buscamos seleccionar un reducido número de términos técnicos especialmente discutidos hasta el límite, de elevada comprensión, uno de ellos es sin duda el de naturaleza. Y natural, su derivado. Dos palabras, madre e hija, que, aunque a lo largo de la historia se han entendido de muchas maneras, podemos resumir como el conjunto de la realidad física que nos rodea. Siempre por supuesto en proceso pues la naturaleza no es algo permanente, fijo y estable.
      Entendidas de esta manera, las manejamos en tres usos principales. La aplicación que hay quien hace a una supuesta ley y derecho moral natural, que sería algo así como una “luz que nace con el hombre y lo hace capaz de discernir el bien del mal”, uso este vinculado a creencias religiosas y sin vigencia más allá de determinados sectores. En los tiempos modernos, cuando el comercio, lejos de ser un modo de subsistencia, se ha convertido en una actividad antropológica central y se vende lo natural como señuelo mercantil para hacer grandísimos negocios: ¿productos naturales?, vaya usted a saber. Y hay un tercer uso como cuando justificamos la vida social en este concepto: lo natural, decimos, es ir a una boda con nuestras mejores galas y no en pijama.
     Adjetivar como natural cualquier acción o ciertos objetos es desde luego bastante peliagudo y peligroso. Sorprende, pues, y mucho la ligereza y frivolidad con la que muchas veces utilizamos estos términos, no de una manera superficial sino con pretensiones teóricas. La palabra natural tiene tal carga ideológica, comercial y societaria que su manejo exigiría toda la prudencia del mundo. (Lo que ocurre sin embargo es que todas estas y otras consideraciones son del todo inútiles, precisamente por esos intereses tan monumentales que suscita, que acaban siendo un inmenso y gigante negocio moral, económico y societario. Por lo que no vendría mal un poco de suspicacia y sospecha cuando alguien la utiliza).

Publicado el día 27 de octubre de 2017

Loor y gloria al ser humano

        Hablando san Agustín, en una reflexión sobre el Pentateuco, de los primeros hombres en la tierra, los patriarcas, que vivieron tantísimos años y tuvieron hijos a edades tan tardías comparadas con nuestros parámetros de vida, se pregunta cómo es posible que se abstuvieran del coito durante tanto tiempo hasta la edad en que se dice que tuvieron hijos. Tras aceptar y defender que la cuenta que se hace es correcta y que en efecto vivieron todo el tiempo que se dice en el Génesis, viendo que los hijos que tuvieron les llegaron, en bastantes casos, superada ya la centena de años, se plantea cómo pudieron pasar tanto tiempo sin practicar el apareamiento. Set, por ejemplo, tenía ciento cinco años cuando engendró a Enós, o Yéred, ciento sesenta y dos años cuando concibió a Henoc. ¿Se abstuvieron del coito hasta esta edad? Esa es la cuestión que plantea el santo.
      Mucho, como decimos familiarmente, ha llovido desde entonces. De manera que esta pregunta, aunque pueda parecer profundamente humana por su trasfondo y sobre todo en el momento histórico en el que se formulaba, no deja de ser una futilidad al día de hoy por las condiciones científicas y tecnológicas en que nos movemos. Y así hay que saludar con toda clase de campanas, trompetas y tambores, orquestas y bandas de música incluidas, el nacimiento en Sevilla del llamado bebé-medicamento, en realidad el único y gran objetivo de esta columna. Mucho ha llovido en efecto desde que Agustín de Hipona se proponía esa, en el fondo, confusa pregunta cuya réplica es lo que llaman los científicos “el diagnóstico genético preimplantatorio”, la salvación para las familias que quieren tener hijos pero corren el riesgo de transmitirles graves enfermedades. Las informaciones aseguran que, en 2005, Andalucía fue la primera comunidad autónoma en incorporar este procedimiento. Si la primera o la última importa menos. Lo decisivo es, en primera instancia, el beneficioso progreso humano que ello representa y, después, el reflejo que lleva a las personas que se benefician.
       (Sobre la pregunta inicial, san Agustín, en “La ciudad de Dios” que es donde lo trata, razona afirmando que teóricamente caben dos opciones para responder a tamaña cuestión: que pudo ser porque la pubertad se alargaba entonces de manera considerable o porque el relato bíblico no mencionó a otros hijos que hubieran tenido antes. Y se inclina por esta segunda opción).

Publicado el día 20 de 0ctubre de 2017

Los flecos en la vida

        Este año, según los indicadores de moda que aparecen en los medios de comunicación, los flecos serán muy básicos en todo el vestir. Desde el calzado a los vestidos. Flecos de todo tipo y color, flecos que casi todo el mundo llevará. Naturalmente esto de los patrones de la moda, como todos sabemos, es una manera de hablar, un forma de entretenerse y después cada cual hará lo que quiera y desee. Es algo que solo viene a enredar un poco y dar algún dinero a quienes la promueven y a algunos otros que se lo creen o, al menos, hacen que así lo parezca. Flecos, en definitiva, que no son sino un tipo de ingredientes que vienen a acompañar a lo sustancial. Nadie puede vestir exclusivamente de flecos porque esa condición casi es una contradicción en sí misma.
        El caso es que eso de los flecos, dejando a un lado lo apuntado de la moda, ha venido a airear una palabra que está como escondida en tantos escenarios de la vida. Una cosa son los flecos materiales que cuelgan de la ropa y muy otros los flecos simbólicos, alegóricos o figurados. “Sólo faltan unos flecos en la negociación” es una expresión más frecuente de lo que a primera vista pudiera uno figurarse, rincones a los que no prestamos apenas atención, que parece no representan gran cosa pero que en tantas ocasiones acaban siendo más decisivos que lo aparentemente principal. No caemos en la cuenta de que, de la misma manera que un fleco extravagante o mal encarado puede dar al traste con un ornato en el que está en juego algo tan principal y conveniente como nuestra imagen, así el referido que no termina por cerrar un pacto o un convenio es capaz de romper todo lo que tenemos negociado.
        Todo el mundo recuerda lo que comienza con aquello de que “por un clavo se perdió una herradura…”, un poema metafísico (y religioso) de George Herbert, un poeta inglés del siglo XVII, que, entre sus muchas advertencias, llamó la atención del alcance de las cosas pequeñas en su recopilación de dichos “Jacula Prudentium”, publicada en 1652. Y, en el mundo de hoy, poca gente quedará que no haya leído o pensado algo sobre otro paradigma del máximo interés y eficacia: el llamado efecto mariposa, propuesto por Edward Lorenz, según el cual, si en uno de dos sistemas iguales o casi idénticos hay una mariposa aleteando, al final ambos acabarán siendo completamente diferentes. Los flecos, sobre todo ideológicos, con que nos obsequia la vida.

Publicado el día 13 de octubre de 2017

Una amenaza permanente

      A finales del siglo XV a un tal Sebastián Brant, nacido en Estrasburgo, se le ocurrió escribir un libro que tituló: “La nave de los necios”, en una época que llamamos como de transición entre la Edad Media y la Moderna, con el Humanismo de fondo. El texto viene a representar la imagen de un grupo de locos viajando en barco hacia la tierra de los tontos (o Narragonia, en el original alemán) y es una sucesión de cuadros críticos, acompañados cada uno con un grabado, en los que el autor critica los vicios de su época a partir de la denuncia de distintos tipos de necedad o estupidez. “Un necio es el que no entiende cuándo habla con un necio; un necio es el que ladra siempre en contra y se pelea con un borracho y quiere bromear con niños y necios sin aceptar el juego de la necedad… Y sucede una cosa singular en la tierra: más de uno quiere ser un sabio, pero se acomoda a la estulticia y cree que se le debe alabar cuando se dice ¡ese conoce bien la necedad!”
       El asunto de la necedad o de la estulticia sigue tan presente en nuestra civilización que ha sido frecuente objeto de estudio para analizar cuáles son sus claves y si hubiese algún remedio. Pero es vano propósito. Por empezar por algún lado, se puede recordar lo que dice el filósofo francés André Glucksmann, en un libro relativamente reciente con este título de la estupidez, que la preocupación por estudiar este tema se ve contrarrestada por la de protegerse contra ella, y que cada uno se guarde las espaldas al precio que sea para que no le ocurra lo que a Gribouille, que se metió en el río para huir de la lluvia. O aquel romano que, sabiendo que los augurios pronosticaban que moriría ahogado en el mar, decidió abandonar esa forma de viajar y luego se acabó ahogando en un río.
      La clava y la capucha, símbolos de los necios, tienen mucha más vigencia de la que a primera vista pudiera parecer. Objetos de uso tan frecuente, que los llevamos más de uno, por no decir tantísima gente, en estos tiempos que corren. Poco éxito, o más bien ninguno, tuvo Sebastián Brant en la tarea que se encomendó porque la estirpe que trató de sanar ha ido creciendo considerablemente y tomando cada vez más poder. El busilis está en que la estupidez es ausencia de juicio, pero ausencia activa, conquistadora y preponderante, matiza Glucksmann. Soslaya la duda, su medicación precisa, y entonces es cuando nos perdemos al querer imponerla.

Publicado el día 6 de octubre de 2017