Días de la belleza fea

    Se supone que vivimos desde la belleza y que de manera aparentemente natural la consideramos como uno de nuestros principios filosóficos y vitales. Mas, aunque nadie parecería discutir esta afirmación, las cosas no son tan sencillas si nos detenemos un momento a pensarlo. No sólo porque no está claro qué cosa sea la propia belleza como sabemos por experiencia y por el montón de pensadores que no acaban de encontrarle salida cierta al problema. Pero además porque, para colmo, sabemos también que detrás de esos cánones se nos cuela como a lo tonto la fealdad y ya, con ambas valoraciones encontradas y, parece, enfrentadas, belleza y fealdad, nos hacemos un lío tremendo. Por eso, como la otra cara del revés, para entender una hay que tener presente la otra. Antitéticos pero hermanos inseparables.
    Es de esa manera, desde la necesaria e inevitable confrontación, como la fealdad, que, decimos, se nos cuela como un ladrón nocturno pero que en tantas ocasiones acabamos abriendo las puertas de par en par, acaba en muchos casos dirigiendo nuestra vida y también, por supuesto, nuestra manera de pensar, nuestra concepción de la realidad. No es tan simple ni tan veraz el principio enunciado arriba porque nada es en la belleza sin contar con la fealdad. Umberto Eco, (que escribió un fantástico libro sobre una y otro de igual importancia sobre la otra), sostenía, como dice el periodista Bruno Pardo, que la belleza es aburrida porque siempre sigue ciertas reglas, mientras que la fealdad, en cambio, ofrece un abanico infinito de posibilidades: un ojo de más, una ceja de menos... Si decimos que la belleza es esto, un canon, la fealdad puede ser todo lo demás, y no tan solo todo lo contrario. Y con guasa sentenció: «La belleza es finita. La fealdad es infinita, como Dios». Es algo así como aquello que opinaba Aristóteles que de ser bueno solo hay una forma pero que son muchas las de ser malo.
    Días estos han sido de belleza en la fealdad, días de risas como truenos de gusto, y días de diablos como el del libro de Wenceslao Fernández Flores, que se lamenta de que ya nadie le hace caso y “me avergüenza reconocerlo, soy apenas una interjección… se dice ¡diablo! como se dice córcholis o caramba; ¡ah! también una máscara astrosa en los carnavales callejeros en los que a los chiquillos les regocija tirar del rabo de percalina”. Eso: la vida, la alegría y la satisfacción. Estupendo.

Publicado el día 8 de noviembre de 2019

Cabezonería o condescendencia

    Si miramos con nostalgia, podemos pensar que el ser tercos debe ser algo malo porque desde niños hemos recibido la reprimenda correspondiente cuando nuestra insistencia contradecía las opiniones o los deseos de los mayores. Desde entonces sabemos que la terquedad y la obcecación son un peligro que puede acarrear males irreparables a quienes tienen la desgracia de caer en ellas. Algo así como un diablillo que nos acosara a cada rato, llevándonos por una ruta que casi conduce al infierno de los pecados… Por eso en estos días algo removidos, con insistencias por aquí y cambio de frente por allá, no viene mal echar mano de esos conceptos que suenan a rancios pero que no obstante pueden ser de utilidad. La testarudez, la porfía y la obstinación, nos decían y sermoneaban, deben ser apartados como una bicha que nos puede morder y bien, que ya ocurrió en el Paraíso.
     Pero si con la carga de los años a cuestas uno analiza anécdotas pasadas, podrá apreciar en seguida que la verdadera cuestión que presenta esta parafernalia de comportamiento está en saber distinguir entre ser terco y ser coherente con las ideas que uno tiene, por lo que el consejo de los mayores debe ser tomado con cautela. Ser consecuente con sus propios pensamientos y convencimientos puede confundirse con el simple empecinamiento. Y si esta diferencia no se nota siempre cuando uno está tranquilo, mucho más complejo resulta en situaciones en que la misma discusión nos lleva a defender cosas que jamás hemos pensado pero que la tensión o el orgullo nos llevan a decir. Son muchas las ocasiones en las que la terquedad nos acarrea apostar por causas perdidas o nos complica la vida por cuestiones que ni nos interesan ni conocemos.
    Y es que en esta cosa de la obcecación es muy arduo saber si hay que mantenerse intransigentes o existe la posibilidad de flexibilizar los principios. De si es debilidad aceptar algunas desviaciones o por el contrario la pureza de los motivos (real o falsaria) debe mantenerse a costa de lo que sea, incluyendo la muerte o el fracaso del propio líder. De la misma forma que entre la heroicidad y la estupidez resulta en algunos casos complicado averiguar la diferencia. Cerrazón o docilidad, testarudez o condescendencia son una de las disyuntivas excluyentes (o A… o B…), de pensamiento y de acción, más dramáticas que tiene y sufre el ser humano, sobre todo en determinadas situaciones.

Publicado el día 1 de noviembre de 2019

Democracia emotiva

    Se quejaba el otro día un ciudadano de que su gobierno, el de su comunidad y al que precisamente había votado, había tomado una decisión que claramente le perjudicaba. Y no es que fuese una medida derivada de una necesidad objetiva, como podía ser, por ejemplo, el cierre de una calle que exigía un arreglo sino porque la resolución tomada obedecía a una opción ideológica, es decir según el sucedido, preferir lo privado sobre lo público, lo que llamamos tomar partido y por tanto partidista. “¡Si lo sé, de ninguna manera lo voto!”, repetía una y otra vez. Pero el caso es que la referida decisión, a juicio de observadores neutrales, estaba en consonancia con la ideología que el citado gobierno representa y era de prever que adoptase. Imaginemos, para aclarar mejor el asunto, que un profesor de la enseñanza pública se queda sin trabajo porque su gobierno y al que ha votado, de tendencia conservadora, se inclina más por la educación privada que por la pública y, en consecuencia, aumenta sustancialmente los presupuestos para una mientras aminora en la misma proporción los de la otra. El referido gobierno se comporta de acuerdo a su ideología y eso debería haberlo sabido el citado profesor cuando depositó su voto.
     Es esta una reflexión, con un punto de ficción pero útil, al hilo de lo que, según pensadores de suficiencia, está ocurriendo últimamente en el mercado electoral: que, cada vez con más frecuencia, se están sustituyendo votos de razón por votos de emoción, elegir a los nuestros sin más matices ni consideraciones, lo que impide un control consciente y aboca a un tipo de democracia sentimental. “El resultado es una amalgama, asegura Arias Maldonado, de pasiones e hipérboles que se parece bien poco a la esfera pública sosegada que soñaron los ilustrados como fundamento para nuestras democracias representativas”.
    Detrás de ese, parece, nuevo aire que se está levantando, está el conflicto entre la razón y la vida afectiva, enmarcado entre la amalgama de motivaciones en razones que “parecen poco razonables”. Es el caso de los llamados bulos que, por más que se desmientan, no hay manera de eliminar porque obedecen a la necesidad, de justificar en uno mismo esa fuerza motriz de la emoción, con apariencia de convencimiento racional. Tratar, además de evanecerlos es perder el tiempo porque es dejar sin andaderas afectivas, con ropaje racional, a quienes los manejan.

Publicado el día 25 de octubre de 2019

Más y nuevo sobre el Neolítico

      De nuevo hay que referirse a aquellos científicos que defienden la teoría de que el tránsito de cazador-recolector a la agricultura y la ganadería, acción que tradicionalmente se había venido considerando como positiva y de progreso, no fue sino una pésima idea y un lamentable fracaso. Como es sabido, a la época en que ello se produjo se le llama Neolítico (piedra nueva), se le suelen señalar de diez a doce mil años y, como lugar preferente, al que se denomina “Media Luna Fértil”, más o menos, el Levante mediterráneo, Mesopotamia y Persia. El cambio de tipo de vida, que originariamente solo pretendía sustituir la búsqueda de alimento allí donde había nacido espontáneamente y sustituirlo por “el ingenioso truco de hacer que la comida viniera a nosotros”, como dice el periodista Tom Phillips, al final no fue solo un simple cambio de sistema de alimentación sino una transformación completa de organización social, de mentalidad y de pensamiento (¡menudo el del nomadismo por el sedentarismo!). Se habla por ello de revolución neolítica, la revolución de las revoluciones que el ser humano (nuestra especie, el homo sapiens, cromañón, nosotros, nuestros antepasados) ha producido nunca. Al menos hasta ahora.
       El busilis de toda esta reflexión está en que cada día siguen apareciendo más datos y pormenores, mucha información sobre las consecuencias morales, religiosas, políticas, económicas… de nuestra forma de entender el mundo, nuestros valores, nuestro comportamiento y, en consecuencia, nuestra naturaleza. El busilis está en que hoy ya se sabe que esta revolución produjo una ruptura terrible con lo que hasta entonces veníamos haciendo y viviendo. ¿Y eso fue una desgracia, un retroceso? Hay quien así lo cree. Cada vez más paleontólogos, historiadores, antropólogos…(Diamond, Harari…)
       Como mínima señal valga esta cita del profesor Leonardo García Sanjuán: “Existe ese dicho de que siempre ha habido ricos y pobres, pero es mentira. Antes del Neolítico vivíamos en un mundo en el que éramos todos prácticamente iguales”. Esto, y mucho más, sería motivo científico suficiente, después de todo lo que ha cambiado y cómo se ha modificado, para que no abusemos hablando de usos sociales, vida privada, costumbres, estructuras… ingenuamente y sin fundamento de la palabra natural, que en el fondo no es sino una simpleza. Porque la naturaleza es esencialmente transformadora y dinámica.

Publicado el día 18 de octubre de 2019

La bata vieja de Diderot

    Denis Diderot fue un filósofo del siglo XVIII, cuya vida transcurrió con austeridad y era de una prudente moderación. Incluso tuvo que vender su biblioteca para la dote de su hija. A Diderot se le conoce por haber dirigido, junto a D’Alembert, el gran trabajo de la Ilustración que fue la Enciclopedia, razón por la que aparece en los manuales de texto. Pero ahora no se trata de contar su pensamiento filosófico sino de cómo su vida se vio perturbada cuando hizo un favor a una tal Mme. Geoffrin y ésta, por gratitud, le regaló una bata nueva. Y de ahí le vino su desgracia porque con esta bata imperial, se dijo, tendré que cambiar el humilde sillón en el que trabajo… y tras hacerlo, pensó, ¿y esta mesa ya desgastada?... se arruinó y, sobre todo, se sintió viviendo en un palacio ajeno a todo lo que él era.
    Y de ahí viene lo que algunos sicólogos llaman “el efecto Diderot”, aquellas personas que en teoría cubren una necesidad pero terminan haciendo más compras: decides correr y adquieres unas zapatillas nuevas, pero en seguida te das cuenta de la necesidad de una camiseta… y se acaba con un equipamiento nuevo. Gastar por gastar. Con dos ideas de fondo: una, que los bienes que una persona adquiere buscan organizar una “intuición de identidad”; dos, que un elemento nuevo, que no encaja con el ajuar anterior, dispara una espiral de consumo.
    Luego se rehízo y confió en que se pagarían todas las deudas. Pero en un relato espontáneo (con el subtítulo de: “Aviso a los que tienen más gusto que fortuna”) dejó un brillante lamento mostrando su pesar por la decisión que había tomado… con la bata vieja: ¿Por qué no haberla guardado? Estaba hecha a mí; yo estaba hecho a ella... yo estaba pintoresco y hermoso. La otra, rígida, gravosa, me convierte en maniquí. Si un libro estaba cubierto de polvo, uno de sus faldones se ofrecía para limpiarlo. Si la tinta espesada se rehusaba a fluir de mi pluma, ella ofrecía el flanco. Allí se veían trazados en largas rayas negras los frecuentes servicios que me había prestado. Esas largas rayas anunciaban al literato, al escritor, al hombre que trabaja. Ahora tengo aire de rico holgazán; no se sabe lo que soy. Bajo su abrigo yo no temía ni la torpeza de un criado ni la mía, ni las chispas del fuego, ni la caída del agua. Yo era el amo absoluto de mi bata vieja; me he convertido en el esclavo de la nueva. ¿Dónde está mi antiguo, mi cómodo harapo…

Publicado el día 11 de octubre de 2019

Todo lógico y normal

    Pues ya está. La aparente comedia terminó y se aclaró (de momento) la gestión del futuro. Todo lógico y normal. Mucha gente confiaba en que se llegase a algún tipo de acuerdo, el que fuere, pero tal vez porque no se había detenido serenamente a analizar el intríngulis profundo de lo que estaba en juego y que, quizá, ni todos los protagonistas habían percibido. No, analizando con calma el entramado, en ningún caso era posible el compromiso. Las cosas son más profundas y obedecen a causas más primigenias y sustanciales. No ha sido un problema político ni una caricatura de retórica escénica o intereses de sus líderes (cada uno cargado con sus cadenas) sino una idiosincrasia propia del ser colectivo. El pacto no ha sido posible porque lo impedían razones de mayor envergadura: culturales, históricas, sociales, y hasta antropológicas.
   No podemos olvidar que en nuestra sociedad, acostumbrada históricamente a un monopolio ideológico siempre triunfante, hemos labrado una cultura de la intransigencia, de valores absolutos, de ideales salvadores irrenunciables, y en esas condiciones existenciales y conceptuales ¿quién comete el grave pecado de renunciar a lo eterno, fijo e indiscutible?, ¿quién consuma la traición a lo que es de verdad? No, en ningún caso. “¿Renunciar a mis verdades verdaderas del todo?, ¿cómo es posible?” Y, además, los electores no lo permitirían y lo castigarían severamente. (Acostumbrados a echar a los políticos nuestros propios pecados, un trabajo de campo permitiría averiguar cómo de responsables del desaguisado somos los ciudadanos: si todo pacto es una transacción de partes, pregúntese a cada votante, con la relación de proyectos y promesas de los partidos afectados delante, a qué está dispuesto a renunciar expresamente y a aceptar del contrario para facilitar el acuerdo … y ya veríamos).
    Dos ejemplos. ¿Alguien cree en verdad que en algún momento tendremos un pacto de Estado, en torno a la escuela? Pero si ni siquiera una asignatura como “Educación para la convivencia”, tan universal, ha sido posible aquí... Y dos: las relaciones públicas e institucionales entre los partidos son un ejemplo práctico de que solo vivimos las discrepancias: siempre atacando, siempre casi insultando… Un comportamiento por cierto que no es exclusivo de los responsables públicos. Y es que, dice S. Ferlosio, nadie tan ferozmente peligroso como el justo cargado de razón.

Publicado el día 20 de septiembre de 2019

Una política metafísica

   En un muy viejo cartapacio de ejemplos y cuentecillos se incluye esta historieta: Una oficina necesitaba un adelantado de los trabajos y el mandatario mandó convocar una concurrencia para averiguar a quien designar. El caso es que, mediando el trámite y aún no averiguado, al que habían concurrido en demasía, uno de los demandantes, presentándose donde cumplía la tarea, dijo que él asumía el trabajo, lo que llenó de dudas y desconfianzas a todo aquel que iba conociendo el sucedido. Hasta que alguien decidió inquirir al dicho mandatario que explicara con un “sí” o un “no”, pues no cabía otro curioseo, el absurdo e intempestivo sucedido, o sea, si de esa forma tan misteriosa había finalizado la diligencia. Mas este, a la cuestión planteada, respondió narrando los problemas que presenta la novela picaresca en el Quijote, las incongruencias de la Hª de España del P. Mariana, y hay quien asegura que las referencias del Mahabharata y el Ramayana para seguir explicándolo a sus interpelantes... Los antiguos cronicones interrumpen en este punto la narración pero el busilis del cuento es suficientemente explicativo de una manera de comportamiento público.
    El principio de verificación es, como su mismo nombre sugiere, una referencia de que dispone la mente y el sentimiento humano para determinar si los elementos epistemológicos, es decir, si lo que conoce y percibe es algo que tiene que ver con la realidad o, simplemente, es una ficción mental. El uso de este principio, de este termómetro es algo que no solo utilizan las ciencias y todos los saberes sino cada uno de nosotros cuando necesitamos comprender la incumbencia de lo que sabemos y conocemos. Es, como lo diría el paisano, tratar de averiguar si nos movemos con la realidad o es todo simplemente poesía, simplemente palabras que no significan nada.
    A este respecto, la política tiende a prescindir de este tipo de controles y así se mueve en un mundo particular y artificial, ajeno a lo que el ciudadano vive y persigue. El caso del cuentecillo es bastante claro: el responsable político se encuentra satisfecho, quizá, de su acción y de sus capacidades y, como no utiliza ningún registro que mida su relación con la vida, hasta cree hacerlo bien, sin darse cuenta de que es lo que antes se llamaba despectivamente, en este caso, una actividad ¿metafísica? Pues así nos va y así vamos a tener que respirar más cada vez y día.

Publicado el día 13 de septiembre de 2019

Fantasía política

    Como en aquel viejo dicho que narra cómo el muchacho, viendo la situación familiar que se presenta, acaba diciendo: “por lo que veo, aquí ni cenamos ni se muere padre”, así parece a veces que vamos andando el camino, recodo a recodo y bucle a bucle, con lo que tenemos delante y lo que se avecina a la vuelta de la esquina, lo que pomposamente llamamos presente y futuro. Viene a cuento este chascarrillo, nunca tan a pelo como en este momento del proceso colectivo, en el que estamos a lo de a ver qué pasa, porque, queriendo buscar la autenticidad, estamos acabando, en estado de ánimo y en explicación doctrinal, en lo que podría llamarse en la política del malestar. Una vez asumido que el estado de Bienestar en parte se ha consumido en los años de la crisis.
    Eso sí, en este escenario ha vuelto a asentarse, parece que con más fuerza que en otras ocasiones, aquello que Sánchez Ferlosio describía cómo los unos dieron origen a los otros de manera que lo que importaba sobre todo es la categoría de la diferencia: unos y otros; otros y unos. Pero, vamos a ver, Sócrates, ahora que nadie nos escucha, ¿no es verdad que la política, aunque suene muy feo, ha sido siempre una forma de engañar a la multitud, aprovechándose de su inconsciencia y sus desordenados deseos? Es la confesión del filósofo político Calicles, el mismo que venía defendiendo que las leyes, que son un producto artificial humano, las hacen los débiles para ver si pueden romper el equilibrio natural del poder de los mejores, los más hábiles y los más fuertes. Porque no se trata de que ganen los nuestros sin más, lo que importa es que ganen los buenos, que, naturalmente son los nuestros, pues solo así nos sentiremos autorizados a haber utilizado a los malos como alfombrilla del ratón, que puntualiza José Luís Pardo. “¡Qué amable eres, Sócrates, dice el venenoso y mordaz Calicles, qué amable eres que llamas moderados a los idiotas!”
    Cada mañana salía al quicio de la puerta y gritaba con todas sus fuerzas: “¡Tigres! ¡Fuera de aquí! ¡No quiero ver tigres cerca de mi casa!” Y, a continuación, se metía dentro. Un día le dijimos: “¿de qué va esto? Si no hay un tigre a miles de kilómetros a la redonda”. Y respondió. “¿lo veis? Funciona”. Y tanto que funciona. Es lo mismo que el que asegura que el sol sale cuando el gallo canta, así que el canto del gallo es el que debe hacer que salga el sol. Pero, ¿por Antequera?

Publicado el día 6 de septiembre de 2019

Una candorosa pregunta

    En Italia se ha roto el gobierno y han entrado en un período de interinidad hasta tanto resuelven la situación. Así las cosas, el jefe del estado ha convocado a los líderes y les hay dado un plazo de una semana (digamos, un tiempo breve) para que negocien y traten de resolver la situación, advirtiéndoles que, de no conseguirlo, convocará inmediatamente un nuevo proceso electoral. Es decir, a problema propuesto, solución inmediata. Prosa sin poesía. Que los cerros de Úbeda de la figuración literaria están cerrados a cal y canto. Ya se pregunta Séneca, ¿quién me citarás que ponga al tiempo su justiprecio, que conozca el valor de un día… ?
    Aquí todo empezó cuando, tras las elecciones de diciembre de 2015, el jefe del Estado designó a Mariano Rajoy como candidato y este rechazó (“declinó”) tal propuesta. Ni había negociado nada con nadie ni trabajado… era como asumir el destino. Y la vida política siguió entonces plácida, gozosa, calmosa, con un gobierno en funciones que pensaba que nada tenía que hacer y de lo poco que le correspondía ni siquiera la obligación de dar cuentas. Vamos, la aplicación del principio filosófico que dice que de lo que no se puede hacer, pues nada hay que hacer. Y la ley Weber-Fechner sobre los estímulos pequeños y grandes.
    Y la lección, a la vista está, quedó muy bien aprendida. Mientras, ahí queda la dimensión social y moral que, como una maldición, ha caído sobre nuestro país, con el vacío de poder que estamos viviendo. Y que está mostrando consecuencias de extremada gravedad, tanta que no se entiende cómo, siendo tan obvias y evidentes, los básicamente cuatro responsables políticos están desentendidos de ellas mientras siguen plácida y calmosamente, al estilo Rajoy, encerrados en su pelea de gallos, pública y sonora. Cada minuto que pasa así, hay un serio problema humano sin resolver… los desahucios; las ayudas a la dependencia; las necesidades sociales (hambre, vivienda); las obligaciones que han de cubrir las CCAA… Parece, eso sí, que el idioma está ganando riqueza con los juegos de palabras y las ocurrencias. Así pues la candorosa pregunta es esta: ¿Nada ni nadie, en la tierra o en los cielos incluida la jefatura del Estado, puede encerrar, al menos a los cuatro principales, a pan y agua y cerrar luego la puerta por fuera? Pues, de ser así, mal nos apuntan y duelen los malos goces del alma, que decía Virgilio y apuntaba Séneca.

Publicado el día 30 de agosto de 2019

Fiesta del verano

   En algún lugar de nuestra geografía patria, de cuyo nombre, siguiendo el ejemplo cervantino, es mejor no acordarse (¿Para qué?), andaba, lo que se dice algo caído, el festejo veraniego que desde un tiempo simbolizaba el lugar. Daba la impresión de que la gente estaba como cansada, cada año lo mismo, que si disfrazarse de monja o de fraile, de payaso o de saltimbanqui o titiritero, … y así una vez y otra, un año y otro, que ya no impresionaba a nadie, pura rutina repetitiva y cansada. Total, que cada vez menos personal acudía al evento y únicamente aquellos muy convencidos participaban en el jolgorio. ¿Qué podemos hacer?, se preguntaban, enormemente preocupados y hasta angustiados, los responsables públicos, aquellos que como Deseoso el Supremo Consejo de Castilla de arreglar la policía de los espectáculos, llegaron a solicitar el encargo que recibió Gaspar Melchor de Jovellanos. Y cuyo informe apuntaba al comienzo el reconocimiento de que “siendo tantos y tan varios los objetos de la policía pública, no es de extrañar que algunos, por escondidos o pequeños, se escapen de su vigilancia, ni tampoco que, ocupada en los medios, pierda alguna vez de vista los fines que debe proponerse en la dirección de los más importantes”.
    Hasta que de pronto, como sobrevenido de alguna inspiración sublime, vino la solución al problema: si todo está tan anodino y aburrido, probemos una solución mágica y sin duda eficaz: prohibámoslo. Digamos a la gente que por algunos motivos de suficiente peso la autoridad competente ha decidido prohibir en lo sucesivo esta manifestación popular. ¿Motivos, excusas, razones…? Poco importa. Lo más habitual en estas situaciones es aducir pretextos de buen tono, disculpas y justificaciones que manejen términos de honorabilidad… y, sobre todo, que suenen a moralidad para gente biempensante. Aunque también se puede incluir, en el documento de prohibición, alguna sugerencia algo malévola y de signo liberal, que siempre da buen tono de modernidad.
    Se bendecía a sí mismo el equipo dirigente, feliz y a punto de celebrar con cava esta salida pública, felicitándose a sí mismos con el grito de “qué listos somos y cómo hemos recurrido a tan gran acierto”. Es bien sabido, reconocían, que desde el comienzo del mundo el sistema de prohibición ha resultado el más eficaz y productivo método de publicidad. Y con un ¡ole por nosotros!, casi explotan de felicidad.

Publicado el día 23 de agosto de 2019

Holmes y Watson, de acampada

   Sherlock Holmes y Watson se han ido de acampada. En plena noche, H. se despierta y le da un codazo a W. -W, le dice, mire el cielo y dígame qué ve. -Veo millones de estrellas. ¿Y qué conclusiones saca? W. se detiene a pensar: -Bueno, astronómicamente, veo que hay millones de galaxias y, potencialmente, miles de millones de planetas. Astrológicamente, observo que Saturno está en Leo. Por la hora, deduzco que son aproximadamente las tres y cuarto. Meteorológicamente, sospecho que mañana hará un día espléndido. Teológicamente, contemplo la grandeza de Dios y nuestra pequeñez y sinsentido. Esto… ¿y usted qué ve? -Watson, estúpido, ¡que alguien nos ha robado la tienda!
    Pues así están las cosas, bajo la ¿tienda de campaña? Holmes y Watson, metidos cada uno en sus procesos lógicos. La polémica que suscita esta clásica historieta está relacionada con la lógica, inductiva o deductiva, para llegar con el raciocinio desde el pensamiento a la realidad, por la idea que expresa el principio filosófico que, en castellano, viene a decir que porque un cosa o un acontecimiento venga siempre detrás de otro, no por eso se puede deducir que el primero es causa del segundo. El ejemplo de todos los manuales, por entender que es sencillo para todos, es el del trueno y el relámpago. El que siempre venga detrás no significa que el uno es causa del otro. Cuando nuestros sentidos (los cinco clásicos y otros muchos que los sicólogos han venido detectando y calificando como tales) nos muestran una parcela de la realidad, la pregunta, véase Holmes, es cómo ha llegado hasta aquí.
    Esta simple reflexión viene a cuento en esta época porque cada día aparecen más y más publicaciones y trabajos científicos acerca de las posibilidades que el mismo hombre ha creado en su propósito de manejo de lo real. Es lo referente a la Inteligencia artificial (IA). ¿Piensan en verdad los ordenadores, serían capaces de ejercer el proceso mental que lleva a asegurar que unos desaprensivos han robado la tienda de campaña? Entonces ¿son creativos? ¿Lo serán, por ejemplo, conduciendo un coche ante un impedimento imprevisto? Menuda pregunta mas, sobre todo, menuda respuesta. Pero, puesto que, como asegura Martin Rees, astrónomo real del R. U., toda predicción se puede convertir en una apuesta, cabe preguntarse: pero, bueno, ¿en verdad le han robado la tienda de campaña a los amigos Holmes y Watson? ¿Qué nos apostamos?

Publicado el día 16 de agosto de 2019

Si convencer a los demás

   Hablando de cómo cada persona percibe la vida y el mundo a su manera sin que sus puntos de vista coincidan con la visión de los demás, nos damos cuenta de que incluso también hay diferencias en la forma de reaccionar ante las opiniones de los demás que no coinciden con las nuestras.
    Así, hay una primera posición en la que están quienes intentan aplastar al otro, lo que Savater llama la ética del combate, que consiste en crear artificialmente una sociedad dual, en la que el objetivo acabe siendo que una concepción del mundo destruya a la otra y únicamente quede una sola verdad. Esto es lo que se llama técnicamente fundamentalismo, una actitud que los sicólogos suelen atribuir a la propia inseguridad del sujeto que la adopta. Se supone en este caso que la verdad sólo tiene una cara y se trata de la necesidad de salvar como sea, incluso en contra de su opinión, a quien ha caído en las redes malignas. Mucho has tardado, le reprocha el jefe a un boy scout, que, tratando de hacer la buena acción del día, intenta ayudar a un ciego a cruzar la calle; es que no quería, responde el chaval. Una segunda opción es querer cambiar el pensamiento de los demás con argumentos y estrategias de persuasión. Aquí el trabajo es sobre todo dialéctico y muchas las formas de recorrer el camino: desde acciones para motivar el corazón y los sentimientos hasta el uso de largas y prolijas argumentaciones racionales. Una tercera actitud ante los que piensan de manera diferente a nosotros es lo que se llama el pensamiento compartido, es decir, se trata en este caso de encontrar puntos comunes entre todos los interlocutores para forjar un espacio que defender juntos. El filósofo Emilio Lledó asegura que es la forma en que los griegos en la plenitud de su cultura desarrollaban sus teorías: un pensamiento antidogmático, donde, desde el convencimiento de que no hay una única verdad, se construyen desde el principio respuestas sobre la vida y la muerte, la justicia o la belleza. Y contribuye verdaderamente a construir una visión del mundo creativa y salvadora para todos.
    Pero también hay gente que en absoluto desea sacar a nadie de sus convicciones, gente que o bien entiende y acepta de verdad de que cada uno es libre de pensar lo que considere razonable y cree que ese derecho es inviolable; o bien desconfía de la utilidad del esfuerzo en convencer a nadie, que piensa que es totalmente inútil.

Publicado el día 9 de agosto de 2019

Dos raciones de pensamiento débil

    Se levanta uno una mañana, se echa delante el periódico y encuentra un titular en el que se señala que “el secretario general de X…, afirma que aboga por el pleno empleo…(o por resolver definitivamente el problema de la vivienda, o el desarrollo de la cultura…). Y, entendida y asimilada esta información, es probable que le vengan ganas de volver a la cama, una vez liberado de la carga política, solidaria y social que tenía encima a cuentas del problema del paro: si el secretario general aboga por eso, pues ¡ancha es Castilla! Ya tranquilo, fuera preocupaciones. El discurso de esta peripecia es parejo con este otro: ¡Pero, hombre, si tú sabes perfectamente que esto… no es verdad! Ya, pero algo hay que decir contra los adversarios… Y cuando uno, otra vez, se echa el periódico a los ojos sabe que, si aparece XXX, a continuación viene una maledicencia, una insidia, un disparate más o menos duro y deshonroso, puede que despiadado, contra los otros.
   Dos rutinas entre partidos, explicaría algún espectador que, acostumbrado a esas fruslerías, apenas ocuparían su atención. Dos rutinas, diría en todo caso otro oyente, inútiles y hasta estúpidas por su bravuconería infantil, una pérdida lamentable de tiempo y un ejemplo de la estupidez viscosa de los partidos. Dos modos de comportamiento que acaban siendo dos modos de ser. Dos raciones de pensamiento débil.
    Esto del pensamiento débil, para quien no lo conozca o no lo recuerde, es un bosquejo metafísico del filósofo italiano Gianni Vattimo, que, si bien es verdad que libera de carga majestuosa a conceptos tradicionales como la verdad, el sujeto, la revolución y el poder, que acaban siendo cargas utópicas de autodestrucción, al mismo tiempo termina en una cierta anarquía y desconsideración. Y es una muestra de cómo los partidos se debaten mucho más de lo que debieran en una dialéctica de juego político que les aleja de la realidad, de las esencias de lo que vive el ciudadano. La gran tragedia de la política como esencia y profesión es que remata en una dialéctica de autosuficiencia y ensimismamiento, un saber y una práctica tan encerrada en sí misma que nace y muere así y nada tiene que ver con la dimensión existencial de la vida. (Sí es duro lo que ha dicho pero lo ha hecho en lenguaje político y ello le libra de condena) La voluntad como poder que, entretenida en sí misma, perece en pensamiento inútil de los débiles.

Publicado el día 2 de agosto de 2019

El que faltaba, B. Johnson

    Por razones que no explica el autor, y por tanto resultan desconocidas para lo que suele llamarse el gran público, en la relación de seres imaginarios que Jorge Luis Borges glosa en su libro con ese título, aparecen, junto a muchos universalmente conocidos, otros que viven en los Estados Unidos y cuya biografía resulta la mar de curiosa. El Hidebehind, por ejemplo, es una criatura que siempre está detrás de algo. Por más vueltas que diera el hombre, asegura, siempre lo tiene detrás y por eso nadie lo ha visto nunca, aunque ha matado y devorado a muchos leñadores. Pero los que resultan quizá más sorprendentes y asombran e impresionan al lector curioso e interesado son esos seres que tienen la dimensión vital de ir siempre para atrás. Por diversos motivos, con diferentes escusas, siempre van retrocediendo y su ciclo vital se desarrolla en ese parámetro. El Teakettler, que debe su nombre al ruido que hace, semejante al del agua hirviendo en la caldera del té, echa humo por la boca, camina, como hemos dicho, hacia atrás y ha sido visto muy pocas veces; un pez, el Goofang, que nada hacia atrás para que no se le meta el agua en los ojos y es, dice Borges, del tamaño exacto del pez rueda, pero mucho más grande; y, por último, para completar el panorama, el Goofus Bird, que, además de construir el nido al revés, vuela para atrás porque no le importa adónde va, sino dónde estuvo.
    No está el futuro para verlo de cerca, para mirar adelante. Cada vez más oscuro, en manos de esos locos necios, cada uno de los cuales va buscando su guerra, con tanques, con sangre y extremo dolor. Y con Boris se completa ahora el equipo.
    Es el viejo, por antiguo, libro de Sebastián Brant (1457-1521) La nave de los necios (en donde se inspiró El Bosco para La nave de los locos), una sucesión de ciento y pico cuadros críticos, cada uno con su grabado, en los que el autor critica los vicios de su época a partir de la denuncia de distintos tipos de necedad o estupidez. La nave está llena de burros, asnos… los tontos que apoyan a los que llaman al combate. (Y entre ellos está la señora Helen Beristain, en Indiana, cuando, a pesar de las recomendaciones de su marido, votó por Donald Trump, pensando que la mano dura sería con los desarrapados, y sin imaginar que a los pocos días su marido iba a pasar de la comisaría a la prisión y, luego, deportado a su país. "Ojalá no hubiera votado", que dijo).

Publicado el día 26 de julio de 2019

Puertas de las libertades

    Mucha gente piensa que la historia de la humanidad no es sino el proceso de liberación de cargas e imposiciones (públicas, privadas, colectivas…) en el que vamos conquistando derechos, al tiempo que superamos obstáculos para las libertades. Así la humanidad como comunidad de individuos libres presupone un cambio de la evolución orgánica dentro de lo histórico social, dicen filósofos del siglo XX, Marcuse o Habermas. De esta manera se pueden citar ejemplos como la esclavitud u otros sistemas de dominio de los que nos hemos ido liberando. Y conquistando las que Roosevelt llamó las libertades esenciales: de expresión, religiosa, de vivir sin penuria y de vivir sin miedo (a las que Carter añadió “la prohibición del sufrimiento causado por una asistencia sanitaria inadecuada”). Hoy ya no se persiguen brujas ni se quema vivo a nadie por no creer en la Trinidad divina, según nos hemos liberado de prejuicios de todo tipo.
   (Todo esto no obstante, aunque filósofos y pensadores hay que consideran que la esclavitud aparente es verdad que ha desaparecido pero lo que ahora, creen, es que se ha vuelto mucho más sofisticada y por ende peligrosa, que sigue tan pujante o más que siempre. Porque una cosa son las definiciones conceptuales, la definición de lo que son las cosas, y otra la fundamentación de los contenidos normativos, de lo que hay que hacer. Y, naturalmente, a estas objeciones habría que añadir visiones como la del premio nobel Roger Kornberg que repite que, aunque no queramos creerlo, “la vida es química: nada más y nada menos”).
    Sea como sea todo el debate anterior, la realidad es que cada día que pasa se produce una contradicción que apunta difícil, casi imposible. En realidad es una aporía. Porque mientras puede que vayamos ampliando libertades en una lucha despiadada por sentirnos más auténticos, liberándonos de presiones o de creencias, etc., por otro lado cada vez más las técnicas nos están cercando y cerrándonos autonomía y libertad. Lo dice José María Lassalle: “La transformación digital está suponiendo una revolución ontológica… Un fenómeno inédito en la historia de los últimos siglos que provoca una alteración en los fundamentos de la subjetividad humana… y una serie de modificaciones cognitivas que transforman radicalmente nuestra identidad”. Pues a ver como solucionamos esta paradoja. Como en “Doña Francisquita,” cuando por una puerta va saliendo…

Publicado el día 19 de julio de 2019

Un par de ejemplos

    A la entrada de un edificio municipal, en un panel bien visible, un texto empieza: “Este edificio, fue inaugurado…” (sic) y una fecha de cierta antigüedad. Otro ejemplo de parecido jaez se da en otra empresa municipal. Y es que, mientras andan a la greña sobre el cambio de nombre de las calles, se ha modificado en la práctica la denominación de una de las consideradas calles principales de la ciudad. Ya es “Ronda de téjares” (sic) ni más ni menos. (Con tanto cargo y carguillo, ¿no es posible un corrector del idioma?)
    La americana Nancy, que vino a España a hacer una tesis, cuenta sus peripecias a una prima: “Ayer me presentaron a dos muchachos, escribe, en la calle Sierpes y yo, que andaba con problemas de gramática, pregunté al más viejo: “Por favor, ¿cómo es el imperfecto de subjuntivo del verbo airear?”. El chico se puso colorado y cambió de tema. ¿Por qué se puso colorado?... los hombres son muy amables pero no los entiendo. A veces se ruborizan sin motivo. O se ponen pálidos. Sobre todo cuando les pregunto cosas de gramática”. Máximo Estrella, por su parte, en “Luces de bohemia”, reclama muy enfadado que ha sido detenido y torturado de manera injusta, simplemente por “la arbitrariedad de un legionario, a quien pregunté, ingenuo, si sabía los cuatro dialectos griegos. ¡Suponerle a un guardia tan altas Humanidades! responde el ministro, antiguo amigo suyo. Era un teniente, reclama Max. “Como si fuese un Capitán General…
    Ejemplo en los dos sentidos, metodológico y como modelo, propio de un pueblo en subdesarrollo, nuestra sociedad no tiene sensibilidad por el valor de la lengua y apenas considera de interés ocuparse de escribir correctamente. Basta salir a la calle para leer rótulos comerciales que dicen Martinez en lugar de Martínez, estacion por estación, panaderia por panadería, gestoria por gestoría… Y en el terreno de lo público, ocurre lo mismo. Uno se cansa, en las carreteras, de ver Cordoba en lugar de Córdoba, Jaen por Jaén y Malaga cuando a donde desea ir es a Málaga. “Sabes menos de ese asunto, decía un enfadado conversador, que los de “Sálvame” del imperfecto de subjuntivo”. (¡Ah! Mientras en SADECO una noble mano ha establecido el orden dando un ejemplo encomiable de corrección, en AUCORSA se sigue gritando a los cuatro vientos (mañana, tarde y noche), Ronda de téjares, ronda de téjares… para mayor honra y gloria de la ciudad y sus gentes…)

Publicado el día 12 de julio de 2019

Una broma sobre la libertad

    Muy contentos han estado siempre los tratadistas, teólogos, filósofos… elogiando con una amplia sonrisa la capacidad humana de ser libres. A todos los que se han enfrentado a esa realidad se les ponía cara de gozo pensando que esa condición suponía un montón de posibilidades maravillosas a nuestra especie. El ser humano, por ser libre, entraba, decían, en un orden muy superior al del resto de los seres vivos y le hacía ser el dueño y señor de la creación. Por otra parte, desde el punto de vista político y social, incluso diríamos antropológico, la libertad ha quedado siendo el símbolo de la dignidad humana, de manera que todos los movimientos revolucionarios la han tomado como reivindicación esencial.
    La libertad, sin embargo, ha puesto sobre la mesa muchos problemas y demasiadas discusiones. Los teólogos han discutido sobre su fijeza y el conocimiento previo que Dios tiene de lo que va a ocurrir: los filósofos han planteado, por ejemplo, si la decisión es un producto racional del motivo más poderoso; los estudiosos de la ética han hablado de la responsabilidad que tiene el ser humano de sus acciones, que las hacen ser buenas o malas… Pero el momento más grave se presentó cuando algunos metafísicos dijeron que el hombre está condenado a ser libre, que, sin que se le haya pedido opinión, la persona tiene que enfrentarse a todo un mundo de decisiones, en muchos casos difíciles y graves, lo que es poco menos que nuestra gran desgracia.
    Y para cerrar el círculo, este chascarrillo determinista, de los que creen que todas las decisiones son realmente bioquímicas y la libertad una falsa ilusión: Moisés, Jesús y un anciano con barba roja están jugando al golf. Moisés da un buen golpe pero la pelota va al estanque: separa entonces el agua y ésta sigue su camino al green. A continuación Jesús lanza la suya y, cuando va a caer, también al agua, la suspende en el aire y con un ligero golpe resuelve la situación. A continuación el anciano hace su jugada pero manda la pelota sobre una valla y de ahí salta a la calle por donde pasa un camión que la devuelve al campo, cayendo en un parterre, donde una rana la ve y se la mete en la boca. Aparece en ese momento un águila y la rana, al huir, pasa por encima del green y se le cae la bola directamente sobre el agujero. Moisés, muy enfadado, dice a Jesús: odio jugar con tu padre. Ilusión de la rana, del águila y del camionero.

Publicado el día 5 de julio de 2019

Evidencias desmentidas

    El emperador romano Galba estaba cercado por sus enemigos, que trataban de eliminarlo por las bravas, es decir, asaeteándolo hasta la muerte. Y entonces, narra el historiador Suetonio, “inducido a salir fuera por los falsos rumores que difundían a propósito los conspirados para hacerle aparecer en público, al asegurar infundadamente que el peligro había pasado…” En Hamlet, en el acto II, Shakespeare hace decir a Polonio que “con un cebo de mentiras pescas el pez de la verdad”.
    Probablemente sea lo inteligente que dejemos ya todo ese discurso sobre lo de falsedad y mentira. Pero si toda la historia del ser humano está montada con el juego dialéctico y vital de esas dos opciones. Todo un juego de interpretaciones más o menos racionales. La humanidad siempre ha retozado con este engranaje infernal. En el concurso “Saber y ganar” (del que sería de interés público descubrir algunas hipocresías) el conocido presentador anuncia en un programa que van a tener una visita muy agradable… ¡Mentira! Va a acudir el director de otro guion de la cadena a hacer publicidad del mismo. Boris Johnson, que reconoció que sabía que estaba mintiendo con el cuento de lo que pagaban los ingleses a la Unión Europea y que pasarían a la sanidad pública, al final, tras una denuncia, fue absuelto porque el juzgado entendió que su propuesta estaba integrada en un discurso político y por tanto no tenía relevancia penal ni judicial. Publicidad y política son los dos ámbitos especiales (¿cínicos?) en los que se aprecia esa malformación metafísica (total) de la realidad y de lo que se cuente sobre ella. En los que el enredo de nuestra mente lleva las de ganar.
    Los personajes públicos niegan lo que todos estamos viendo al revés y se marchan tan contentos. Desmienten incluso lo evidente, aunque siempre haya algún ingenuo o sectario que lo cree. Pero es que verdad y mentira no son categorías gnoseológicas objetivas, como diría un filósofo utilizando términos técnicos; tampoco ontológicas, como aseguraría otro también manejando expresiones del aula. Es decir, verdad y mentira no nos llevan a una manera de entender la realidad sino que ambos términos y conceptos son instrumentos que la inteligencia humana ha creado para manejar el mundo y su interpretación. ¿Pesimismo existencial? Tal vez. Pero en la vida es imprescindible saber que pocas cosas son universales y reales sino sólo creación humana.

Publicado el día 28 de junio de 2019

De juramentos y fes

   "Par aquesta barba que nadi messó,/assís irán vengadas doña Elvira e doña Sol", juramento que en el poema hace el Cid sobre su barba. La venganza de El Cid en un juramento que los expertos llaman promisorio, es decir, que contiene dos verdades, una de presente, intención de cumplir lo que se jura, y otra de futuro: llevarlo a cabo en verdad. Y con esta fe empezó nuestra literatura épica, aunque antes, en la lírica, en las jarchas, zéjeles, endechas… se cruzan juramentos eternos de amor, que llenan de dulzura y miel, y de quebrantos y “maldezires”… la vida de los amadores. Sin tener que remontarnos, por ejemplo, al código de Hammurabí (1700 a. X.) que demuestra lo que demuestra, en nuestra literatura todo está lleno de juramentos, votos, ajos … hasta el “de vida de…” de Ginés de Pasamonte en El Quijote. Y ahora, como una continuidad de la literatura y de la vida, nos hemos empezado a llenar de juramentos y promesas políticos, a cada cual más original y enmarañado y que día a día va engordando los florilegios. Reírnos podemos de aquel ingenuo y cándido “por imperativo legal”.
    Si es adanismo, esa tendencia tan nuestra de empezar siempre de nuevo; afán de novedades, la tentación tan nefasta y denigrada por los libros de ascética; pura teatralización para mayor satisfacción “de ese pueblo que me quiere, porque me ha votado…” y, aunque cada uno tenga su alma y su armario, vaya usted a saber el motivo de esa moda tan inocua. En última instancia no es más que una figura literaria, una figura de dicción sin contenido añadido. Tal vez un pleonasmo (figura de repetición) o una hipérbole (cuando se habla con exageración retórica). El paso corto que hay entre la simpleza y la grandiosidad.
    Puestos a buscar fuentes de inspiración, vayan un par de sugerencias de las infinitas que hay en la historia y la literatura. El Arcipreste de Talavera, por ejemplo de entre los clásicos, es el que, al parecer, ofrece el mayor número de fórmulas: pone por testigo a Dios, a la Virgen María, a los Santos Evangelios, a la pasión de Dios, al siglo de su padre, a su vida y a su honra. Y podríamos añadir el consejo del amigo que decía que, puestos a jurar, pensando en aquello del gen egoísta que en la evolución ha clarificado que los genes recibidos y por donar son la única garantía de pervivencia, pues mejor sería hacerlo por la madre que nos parió. Y que cada uno lo interprete como quiera.

Publicado el día 21 de junio de 2019

Las dos versiones

    Cuánto ha que bajé, pregunta don Quijote, a sus acompañantes. Se refiere a la famosa aventura de “La cueva de Montesinos”, caverna a la que había descendido, atado a unas cuerdas que los de arriba iban soltando poco a poco. Y precisamente esa pregunta sobre el tiempo que había permanecido abajo plantea, entre otros, el sentido de la hazaña. Los lectores de El Quijote recordarán el minucioso relato que nuestro héroe, cuando llegó a la superficie, contó de lo que había visto abajo: un mundo de personajes encantados, que, dirigidos de alguna manera por el propio Montesinos, vivían en un fabuloso palacio de cristal, tal como había profetizado el propio Merlín. Personajes de leyenda pero muy reales, sin embargo, para don Quijote (y que sería prolijo detallar ahora). La referencia al tiempo viene por la disparidad de opinión de otros y de uno. —¿Cuánto ha que bajé? —preguntó don Quijote. —Poco más de una hora —respondió Sancho. —Eso no puede ser —replicó don Quijote—, porque allá me anocheció y amaneció, y tornó a anochecer y amanecer tres veces; de modo que, a mi cuenta, tres días he estado en aquellas partes remotas y escondidas a la vista nuestra. Tres días o una hora, por tanto, son las alternativas que ofrecen las lógicas de cada uno de los que intervienen en el episodio.
    Una de las capacidades de que disponemos los seres vivos, cada uno a su nivel, es el de formular patrones de interpretación de la realidad. Todo tiene su contexto y cualquier hecho o episodio, por mínimo que sea, nunca se descifra de manera suelta sino dentro de una significación. Tenemos por ello, delante de nuestras narices, dos versiones de lo que acontece tanto en nuestro interior como ahí fuera, en lo que llamamos la realidad. Y no se crea que el diseño quijotesco es pura invención, pura fantasía. Quienes conocen el texto saben que en la maraña de apariciones de encantados aparece, también, Dulcinea, acompañada de dos campesinas, una de las cuales se acerca a don Quijote, en nombre de su dama, ¡a pedirle prestados seis reales!
    Cide Hamete Benengeli, el supuesto autor arábigo del texto del que Cervantes asegura haber traducido El Quijote, en esta ocasión, tras reflejar la discusión sobre lo acontecido dentro de la cueva, deja al arbitrio del lector decidir sobre la veracidad o no del relato, por entender que se trata de asentarse en una u otra realidad. Las dos versiones de la vida.

Publicado el día 14 de junio de 2019

La ira de Aquiles

    “Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Orco muchas almas valerosas de héroes, á quienes hizo presa de perros y pasto de aves—se cumplía la voluntad de Júpiter—desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.” Con este párrafo comienza la famosa “Ilíada”, el poema de Homero que narra 51 días de la parte final de la guerra de Troya. El asunto viene porque la peste que devasta al ejército griego está llevando a la muerte (Orco) a multitud de soldados y Aquiles está convencido de que el enfado de los dioses es debido a una acción inmoral del jefe Agamenón, culpable por tanto de la desgracia. Es por eso una ira o cólera producto de su indignación ante la injusticia: soldados inocentes muriendo de manera arbitraria a causa de un grave desliz de su dirigente. Lo que después confirma Calcas, el mejor de los augures.
    En el principio fue la ira, esta ira de Aquiles, que es la primera palabra de Europa, a juicio del filósofo alemán Peter Sloterdijk: la ira y la indignación han sido una piedra angular, dice, del continente, y con él, de todo el mundo occidental. Pero la ira no como una expresión caprichosa o de mala gana, no una ira producto del malhumor. Antes al contrario, una cólera reivindicativa, como resultado de la visión de la injusticia. Así ha funcionado Europa, tratando de dar respuesta política a esa demanda mediante sistemas como la democracia y las instituciones. El problema que ahora se está planteando, viene a decir, es que antes la izquierda gestionaba las exigencias de justicia social y promovía el cumplimiento de las demandas colectivas pero “ahora no hay un banco mundial de la ira”, la gente tiene que guardar bajo la almohada su cólera y su ira, sin que nadie la atienda.
    De todas maneras, con la evolución social; la mejora (relativa en algunos casos pero mejora al fin y al cabo) de las condiciones materiales; y otras circunstancias vitales y políticas (incluido el olvido de las guerras mundiales y la desaparición por derribo de las utopías) se han generado entre los europeos tales transformaciones ideológicas que hemos pasado a unos miedos generalizados, miedos que, como dice Joanna Bourke, es de todas las emociones la más fácil de estimular, y que están condicionando nuestra visión del mundo. ¿Acaso es el final de la ira y cólera de Aquiles?

Publicado el día 7 de junio de 2019

Casillas y Rubalcaba

    Ha sido Manuel Vicent quien popularizó el episodio que narra que en la puerta del retrete de un bar de carretera, alguien había escrito: “Dios ha muerto. Firmado: Nietzsche”. Debajo de este aforismo otro usuario había añadido: “Nietzsche ha muerto. Firmado: Dios”. Ante este par de sentencias inexorables Woody Allen comentó: “Dios ha muerto, Nietzsche ha muerto y yo no me encuentro muy bien de salud”. Una bonita forma, comenta Vicent, de bajarle los humos al superhombre. Aunque, claro, puestos a eso, ahí tenemos al terrorífico Lovecraft cuando asegura que los dioses crearon a los humanos “by joke (por broma) o by mistake” (por equivocación), que así los hicieron y ya no tiene remedio.
    Probablemente sea verdad todo esto pero lo significativo es que, a día de hoy, no existe narrador ni discurso capaz de darle al hombre en el poliuniverso un relato unitario de su vida, una manera de interpretar qué pintamos por la tierra y por la vida. Justo cuando parece que estamos a punto de dar el salto a lo poshumano, lo más seguro desapareciendo en el antropoceno, o puede que por eso mismo, nos hemos quedado sin explicación y sin explicaciones. Nos hemos hecho pobres, asegura José Jiménez en “La vida como azar”. Abocados a un crecimiento siempre y siempre obsesivo en todo lo que somos y manejamos, en un agobio permanente del tiempo, en el que hoy ha de ser de todas maneras más (mucho más, infinitamente más que ayer), solo nos vale correr y correr, aunque como en el ejemplo de Alicia, sea para mantenerse en el mismo sitio. Ya se sabe: si el depredador corre cada vez más, la presa, para mantener el equilibrio actual, tendrá que hacerlo también.
    En unos días estos dos personajes públicos han sido requeridos por la vida de una manera altisonante y en un bucle los ha emparejado aunque dándoles después una salida muy diferente. Cuando Sancho comprueba cómo el bálsamo de Fierabrás ha sido verdaderamente eficaz y definitivo en don Quijote y decide probarlo, los resultados son para él un desastre, casi siente morirse, lo contrario de lo que esperaba. Al final la duda existencial de sentido proviene de si es la vida puro y absoluto como azar (imprescindible, por ejemplo, en qué lugar y contexto se hallaba cada uno en el momento de la llamada) o si, como asegura don Quijote, de lo que se trata es de no haber sido armado caballero andante ni jurado las leyes que rigen la corporación.

Publicado el día 31 de mayo de 2019

Hablar de casi nada

    Es famosa la anécdota de aquel que iba por la calle preguntando: "¿Oiga, es Vd. una persona cuerda?". Y, aunque por lo general los viandantes solían esquivar la respuesta (¿?), si alguien, más seguro de sí mismo, contestaba que sí, el personaje insistía: "¿Puede usted demostrarlo documentalmente?". Entonces el protagonista exhibía triunfante un certificado de alta en un manicomio, del que acababa de salir, con benévolos pronunciamientos. Relato curioso y sugerente, por arriesgado y difícil, que permite extraer unas cuantas reflexiones y alguna pregunta más o menos maliciosa. Una historia que visualiza cómo el lenguaje en muchas ocasiones es un puro entretenimiento y no nos cuenta nada del mundo porque en las condiciones en que se hace tanto la pregunta como la respuesta sobre la cordura de cada uno, son simples juegos verbalistas. Ni verdaderas ni falsas sino que carecen de sentido. Como les ocurre a muchas de las cosas que decimos: son puras construcciones verbales que nada añaden a nuestro conocimiento de lo que ocurre en el mundo. Son un discurso montado únicamente sobre enredos de palabras que puede acarrear consecuencias fatales sobre nuestra salud mental.
    Y si hay una circunstancia en la que este tipo de lenguaje toma el poder en el espacio público es sin duda en las elecciones, en los días en torno a algún proceso electoral. Porque es entonces cuando la mayoría de los enunciados o proposiciones son de esta clase, de aquellos que sólo se ocupan del puro verbalismo.
    Ello es así porque, si bien el legítimo interés por asegurarse algún beneficio puede inclinar en algún caso por un grupo u otro, por lo general el proceso sicológico que realiza el ciudadano para elegir opción es una indagación introspectiva para averiguar cuáles son los suyos, a qué grupo pertenece. Por lo que los inmensos listados de ofertas son vanos vientos de palabras, enunciados no verificables que, además, generan grave descreimiento por su fruslería lingüística y operativa. Como en una especie de geometría alternativa, crean un discurso sobre su discurso, ajeno al mundo de los problemas reales, lo que provoca una reacción similar a la del paisano que, la primera vez que acudió a un teatro, se marchó nada más empezar la función, con el argumento de que habían salido al escenario unas personas que se habían puesto a hablar de sus cosas, que por cierto a él no lo interesaban para nada.

Publicado el día 24 de mayo de 2019

Si seremos más listos

    Quizá estemos muchos de acuerdo en que, si bien a la larga apenas han significado otra cosa que una simple bagatela, los discursos catastrofistas, los anuncios del inmediato apocalipsis del mundo, siempre han sido un espléndido negocio. No solo en el ámbito económico, sino, sobre todo, ideológico, social o político (de poder o de su intento). Sin embargo últimamente no parecen estar a la orden del día, al menos en sus formulaciones clásicas, aunque hay quien de manera sibilina y encubierta está sacando beneficios muy ventajosos con). Una cosa es vender que toda esta tramoya se nos cae, mercancía siempre atractiva y por muy seductora enormemente rentable, y otra muy diferente asegurar que no podremos hacer tiempo a que pasen los 5.000 millones de años en que está tasado nuestro calendario (porque a ver qué hacemos a partir de la “tarde” en la que el Sol se haya apagado).
    Sin embargo hay que dejar constancia de que donde hay una buena liada es entre los pensadores y los científicos (libros y artículos casi a cada rato, y hasta una famosa apuesta, de lo que se está hablando estos días) a cuenta de algunas cuestiones de alta trascendencia para nuestro presente y, sobre todo, nuestro porvenir. Una de las principales es si nuestra inteligencia tiene límites, si vamos a ser todavía más listos de lo que somos, asunto que está a la base para nuestra consistencia y perdurabilidad, para la dirección y ordenación del Universo. Porque si la Tierra ha tardado tantos miles de millones de años (unos 4.500) en diseñar y crear, a través de la evolución, una capacidad como ésta, ¿a dónde podrá llegar en los otros tantos que faltan, o se nos agotarán nuestros recursos cósmicos y será la inteligencia artificial (AI), creada por nosotros, la que nos sustituirá? Ahí está el coche sin conductor que nos puede llevar, dice Nick Bostrom, a modos de fallo malignos.
    Al margen de todo lo anterior, ¿aguantaremos entonces, como estamos, hasta la referida “tarde”?, ¿hasta las próximas elecciones? Si la respuesta, como dice la conocida y exquisita canción, está flotando en el viento, podemos echar mano a Borges cuando cita los versos del poeta romántico Coleridge: “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?”. ¿Entonces, qué?, también podemos preguntarnos nosotros.

Publicado el día 17 de mayo de 2019

Desahogo personal

    Uno de los momentos más desagradables y más duros, con el que muchos acabamos encontrándonos en la vida, se produce cuando nos damos cuenta de que bastantes de los problemas y de los sufrimientos no tienen solución, simplemente porque hay personas o grupos decididos a evitar que las tengan. Es algo realmente sorprendente pero la verdad es que hay un bloque de conflictos y contrariedades en la vida de los seres humanos que no obedecen a motivos inevitables sino que se producen y permanecen porque hay gente interesada en que las cosas estén como están. Dificultades, angustias, congojas, desamparo… que atenazan a muchas personas y atosigan a colegas de nuestra especie, que podrían evitarse si otros quisieran. Y también nosotros por supuesto. Advertir este hecho, percibir que esto está delante de nosotros y ocurre en el escenario verdadero que nos ha tocado vivir acaba siendo una de las experiencias más dramáticas y que más conmueven nuestros esquemas de pensamiento y nuestra opinión sobre el mundo.
    Porque en principio la tendencia es a creer más en las insuficiencias de nuestras capacidades o en la complejidad de las soluciones a que hay que acudir para resolver las tensiones y los problemas que vemos que amargan al mundo, que en considerar que están ahí sencillamente porque hay gente que está impidiendo como sea su arreglo y remedio. Incluso es lo que nos han enseñado desde niños. Nunca hemos recibido el mensaje, al menos en la doctrina oficial de los libros de texto y en el discurso de la escuela y los maestros, de que es inútil esperar un esfuerzo común y generalizado por encontrar vías de apaño de bastantes desajustes de la vida. Aunque bien es verdad que también desde muy pronto hemos podido observar que una cosa es sembrar y otra recoger trigo.
    Las consecuencias lógicas para quien ha sufrido este accidente doctrinal y teórico desde la experiencia vital y ha descubierto casos y situaciones en las que por más que se quiera no hay nada que hacer ante el sufrimiento, el deterioro o la muerte del prójimo, son perfectamente previsibles. No es únicamente la desconfianza en nuestra especie, algo que por otra parte casi todo el mundo acaba por sentir, sino una vivencia que va mucho más allá y que afecta a todos los convencimientos y emotividades que nos ayudan a entender algo sobre la vida e incluso a sobrevivir con una conducta superior a lo puramente biológico.

Publicado el dóa 10 de mayo de 2019

Bartleby, el escribiente

    El novelista y poeta Herman Melville, más conocido por su universal “Moby-Dick”, escribió un celebrado cuento titulado “Bartleby, el escribiente”, en el que narra la historia de un empleado que entra a trabajar en una oficina. Al principio, Bartleby ejerce sus tareas habituales de manera ejemplar, pero poco a poco va modificando su conducta, hasta el punto de que llega un momento en el que ya no hace absolutamente nada. Y además un día el jefe descubre que ni siquiera abandona la oficina, que prácticamente vive allí. (“Si no hacía nada en la oficina: ¿por qué se iba a quedar? Sin embargo, le tenía lástima… me causaba inquietud. Si hubiese nombrado a algún pariente o amigo… pero parecía solo, absolutamente solo en el universo”). Incapaz de expulsarlo, decide trasladar su despacho, pero no hay manera de que se marche y los nuevos inquilinos se quejan de ello…
    El personaje Bartleby se ha convertido en un símbolo de la carga afectiva e ideológica de la sociedad en que vivimos y ha sido considerado precursor del existencialismo (ese pensamiento que plantea la situación de arrojados a la vida como nuestra principal condición humana) y de la literatura del absurdo (que narra el nulo sentido que tienen la vida y la existencia).
    Pero quien ha colocado esta fábula en el centro de la reflexión y el debate sobre la carga afectiva e intelectual de la sociedad de hoy, en la que estamos encerrados y a la que, a su vez, impulsamos, ha sido el filósofo alemán, de origen coreano, Byung-Chul Han, especialmente en su libro “La sociedad del cansancio”. El hombre moderno, asegura entre otras cosas, ya no necesita ejercer la represión porque ésta ha sido interiorizada: es él mismo su propio explotador, lanzado solo a la búsqueda del éxito, a cambio de un modo de vida escasamente interesante, “la mera vida, frente a la vida buena”, dice, casi pura supervivencia. A cambio de eso, el hombre cede su soberanía y su libertad y se ha abocado “al cansancio y la depresión”, lo que le lleva a la violencia, ahora de manera más sutil. Un célebre crítico ha dicho que “si el pobre Bartleby es un lunático, no es porque el resto de los hombres estén de alguna manera sanos, sino porque él ha aceptado su desolación como una circunstancia ineludible…”. Triste y fútil destino que nos hemos proporcionado a nosotros mismos y que explica tantas conductas, individuales y colectivas, así, sin sentido.

Publicado el día 3 de mayo de 2019

¿Imposibles por la complejidad?

    Desde que, hace algo más de veinticinco siglos, por citar un ejemplo clásico, el historiador Heródoto contó que hubo un pueblo primitivo que, angustiado por la inseguridad de sus viviendas y posesiones, se dijo: “elijamos a unos dirigentes que se ocupen de evitar que los bandidos asalten nuestras casas mientras estamos en el campo”, hasta hoy, vísperas de unas nuevas elecciones, han pasado muchísimas cosas, se ha producido una evolución significativa en la especie homo y nuestras mentalidades se han transformado como pocos adivinadores hubieran podido predecir. Desde aquella demanda, en la que estaba en juego lo que hoy llamaríamos el orden público hasta lo que nuestras sociedades modernas reclaman en la gestión de los asuntos de la cosa pública, media un cielo infinito y una constitución antropológica también infinita, por calificarlo de alguna manera más o menos plástica. Aunque siga pendiente y todavía no se haya resuelto el peligro de los malhechores, la complejidad de nuestra carga intelectual poco tiene que ver con aquella antigua llaneza. En el momento actual de nuestro desarrollo colectivo, cualquier posicionamiento ideológico de los ciudadanos, o el dilema esencialista, que, a fin de cuentas, no otra cosa son unas elecciones así, haría imposible alguna conversación con aquellos antiguos.
   Es esta reflexión el resultado de la pregunta del “novus”, cuando desde la mayor simplicidad se cuestiona cuál debe ser su demanda para quienes elige: si desde la concreción de que le garantice el precio y la calidad del pan o le arregle su calle… si establecerá sistemas sociales equilibrados asegurando el llamado Estado de Bienestar; si practicará una política de equidad, justicia e igualdad…; y, por no hacer una relación interminable, cómo perfilará la doctrina del mundo que a cada uno, con sus sesgos y sus matices personales, le sirve de guión de su vida y de proyecto explicativo de su comportamiento, al interpretar los valores morales colectivos. ¡Todo ello en una papeleta! ¿Imposible por compleja? Vaya problema.
    Así las cosas, ¡qué lejos queda lo de los bandidos que, sin embargo, sigue vigente como el fundamento teórico y doctrinal de la filosofía política! Augusto Monterroso dice que, al principio, la Fe movía montañas sólo cuando era necesario… pero que la buena gente prefirió entonces abandonar la Fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio.

Publicado el día 26 de abril de 2019

Proserpina ha vuelto

    Un día la diosa Venus vio a Plutón vagando sin rumbo y, lamentando su situación de soledad (además de haberle correspondido el último de los tres reinos, el submundo negro y oscuro, mientras a Júpiter el cielo y a Neptuno las aguas), indicó a su hijo, Cupido, que tomara las flechas y tratara de evitar el desconsuelo del dios y que Proserpina, que andaba por el prado cogiendo violetas, se quedara virgen. Y así fue como Plutón, “casi a la vez, la vio, se enamoró y la raptó”, acción que tantos pintores han enaltecido. Su madre, Ceres, la busca por todos los confines hasta que, conocedora de su destino, se dirige a Júpiter y le reclama que ayude a su hija. El primero de los dioses, atendiendo los ruegos maternos, su amor paternal y, al tiempo, la fidelidad al matrimonio, dictamina que Proserpina “pase el mismo número de meses junto a su marido y junto a su madre”, los de otoño e invierno, en el Hades, pero la primavera y el verano con nosotros. Así, para su llegada, Ceres decora la tierra “con flores de bienvenida, los campos florecen y sobreviene una cosecha tan abundante… ”. Y para el poeta, que no sabe cómo ha sido, tenemos la respuesta: ha vuelto Proserpina.
    Ceres enseñó a los humanos el arte de cultivar la tierra, de sembrar, recoger el trigo y elaborar pan, por lo fue diosa de la agricultura. Ya lo dice el poeta Hesíodo (siglo VIII a. C.) en sus consejos agrícolas para todo tiempo: “cuando después del solsticio sale a la luz la golondrina… cuando comience de nuevo la primavera para los hombres… lo que Virgilio (s. 0) refuerza en las campestres Geórgicas.
   El profesor Cubero Salmerón, en un bello libro sobre la agricultura, justifica esa publicación cuando “tuve conciencia de que en el mundo había quien no tenía ni idea de dónde le venía lo que comía… al saber que solo en Holanda se superaba el 50% de gente que sabía que los tomates corrientes tienen genes. Y a su vez Gaspar Melchor de Jovellanos (ya en el s. XVIII) en su “Informe sobre la Ley Agraria” a V. A. que “necesitará de toda su constancia para derogar tantas leyes, desterrar tantas opiniones, acometer tantas empresas y combatir tantos vicios y tantos errores”. Precisamente hoy, 12 de abril, día en que comienzan los cultos a Ceres, tras los urgentes y legítimos movimientos sociales, recordemos el título de la obra (s. XVI) de Antonio de Guevara: “Menosprecio de corte y alabanza de aldea”. Sin más.

Publicado el día 12 de abril de 2019

De cínicos y fanáticos

    Como dice Amelia Valcárcel, y es opinión común, aunque la mayoría se aleja de tales extremos, un individuo puede estar en contra de las opiniones generales del mundo en el que ha tocado vivir, del mismo modo que otro puede extremarlas en total exageración. Ante el conjunto de convencimientos y creencias que regulan la vida y el comportamiento de los integrantes de un grupo social, cabe la posibilidad, y de hecho así ocurre siempre, que haya tanto quienes se oponen, como quienes llevan hasta el extremo esos convencimientos. Generalmente se llama cínicos (en un uso perverso del término, alejado del originario que tuvo en Grecia) a los primeros y fanáticos a los segundos. Cínicos y fanáticos cubren las fronteras y los confines de cualquier taxonomía colectiva, (es decir, en qué hay que creer y cómo hay que comportarse). Unos y otros, los dos, marcan el territorio fuera del cual ya no cabe decir que se es miembro de esa comunidad. El cínico considera que todo el andamiaje ideológico y de valores preconizados como los auténticamente válidos no tiene sentido y a muchos de sus preceptos les falta solidez y coherencia para ello. El fanático, por el contrario, está convencido de que no hay sombra ni mancha “en el mundo valorativo y normativo” dominante y, en ocasiones, es tal su entrega a esos principios que se atribuye a sí mismo la obligación de velar constantemente por su pureza tratando, incluso, de reforzarlos cada vez más y más.
    Naturalmente, junto a estas dos posiciones en la frontera, caben otras diversas con las que uno se topa cada día: El hipócrita, que simula creer; el demoledor, que maneja el palo para romper la creencia; el mentiroso, que trastoca la realidad; o el que ejerce el disimulo… Y el escéptico que, a diferencia de las otras maldades, es quien cuestiona con sabiduría los fundamentos y perfecciona de esa forma el armazón compartido.
    Naturalmente, dentro de cada una de esas actitudes hay grados y categorías. Para mucha gente encajarse en el conjunto de convicciones y certidumbres, y reglas de comportamiento resulta una dura dificultad. Porque, mientras hay personas a las que la vida le ha llevado con docilidad por la senda impuesta (yo he sido siempre muy decente, nunca he tenido juventud, que decía aquel personaje de La Codorniz), otras tienen sus dudas y vacilaciones. Pero las dos extremosas son las que rompen la comunidad. De ahí, el peligro.

Publicado el día 29 de marzo de 2019

Pregunta de cada día

    Seguro que algunos lectores de El Génesis, atentos y detallistas, habrán caído en la cuenta de cómo en ese texto, tan singular, hay como una referencia sutil a lo que genéricamente podríamos llamar la evolución. Más precisamente, a la capacidad de la especie humana de intervenir en el desarrollo biológico y genético de los demás seres vivos. Jacob marcha a las tierras de su tío Labán para eludir la cólera de Esaú. Allí pasa unos años hasta que un día decide regresar y pide su paga por el trabajo que ha llevado a cabo. Es entonces cuando idea un sistema de identificación de su ganado, que, acomodado a rasgos de su nacimiento, permita distinguir su origen y pertenencia. Y al lector, atento y detallista, le puede sorprender que en un tiempo tan primitivo ya se conociera lo que se llama la selección artificial, aunque entonces su técnica adoleciera de valor científico. (Curioso resulta por demás cómo hasta hace poco tiempo aún se creía que factores exteriores influyen en la configuración somática y síquica de las personas. El científico Huarte de san Juan (siglo XVI), por ejemplo, da consejos concretos de posiciones en el coito para repercutir en el sexo y hasta en la capacidad intelectual del nasciturus).
    Precisamente a esta capacidad de nuestra especie de intervenir en el selección natural, mediante una, a su vez, llamada selección artificial, la califica el historiador N. Harari, “el mayor fraude de la historia”. Su tesis viene a decir que, si bien el cazador-recolector, (nuestros antepasados del Paleolítico) que comía de lo que cazaba y recolectaba y tenía que ir a buscar el sustento allá donde lo había, tenía dificultades de vez en cuando para subsistir, estos problemas no ofrecían suficiente justificación para empezar “la revolución agrícola y ganadera”, la revolución que ha pasado a la historia con el nombre de Neolítico, aproximadamente desde hace unos 10.000 años. Y sienta en el banquillo como acusadas a un puñado de especies de plantas, de entre las de que destaca al trigo: de tal manera nos manipuló, dice, que incluso tuvimos que transformar nuestra vida social, económica, nuestras creencias… y, al final de la historia, hasta nuestra naturaleza.
    La vida íntima del Planeta se encierra en la eterna pregunta: si tuvo que ser así o simplemente ocurrió de esta manera. Y es la pregunta metafísica obligada de cada mañana para ver qué hay que hacer. O evitar.

Publicado el día 22 de marzo de 2019

Certeza o paradoja

    ¡Vaya, hombre!, dicen que se quejaba el paisano, “¡ahora que el burro estaba aprendiendo a no comer, va y se muere! ¡Ya es mala sombra!” Desgracias de la vida, podríamos añadir nosotros, viendo los esfuerzos del protagonista en ahorrar precisamente lo que es imprescindible. Pero el fondo de la cuestión no es nada sencillo. La lógica del hambre se contradice con la lógica de la subsistencia y de esta manera nuestra vida siempre está engarzada en paradojas y contradicciones que, planteadas a los ojos vivarachos de nuestro entendimiento, acaban por dejarnos a la intemperie. Paradojas y contradicciones que hay que aclarar si queremos vivir desde la certitud.
    El caso es que, aunque tratemos de mantenernos a flote en las certezas de la vida, estás están de todas formas agarradas a la duda, a la incertidumbre y a la perplejidad. Es la imposible la comprobación de si los objetos materiales siguen estando ahí cuando ninguna persona los ve o los percibe. ¿O desaparecen? Por ello todo el inmenso problema de la mentira y de la posverdad acaba siempre en paralogismos y falsos argumentos, sofismas, en los que buscamos refugiarnos pero que al fin y al cabo, lanzan la espuma de la confusión y del error. ¿Verdad, mentira?
    Gente hay que lamenta haber nacido, incluso casi todos hemos vivido esa sensación de sentido, de qué y por qué estamos aquí. Suscita esta reflexión sobre las contradicciones de nuestros pensamientos y creencias la noticia de que un individuo ha denunciado a sus padres ante la Justicia por haberle traído al mundo sin haberle antes pedido su opinión. La requisitoria está mal planteada por haber recurrido a lo que se llama la justicia ordinaria. Debió haberse presentado ante un tribunal de Dialéctica, Lógica y Metafísica porque parece evidente la contradicción que encierra pues, para poder dar su aquiescencia a nacer, ya antes debía haber nacido. Fuera o dentro, sin ser, ¿cómo va a poder decidir si quiere ser o no? Las contradicciones de la lógica y el sentido común se expresan claramente en la actitud de aquel soldado que, al volver al cuartel tras un permiso por el fallecimiento de un familiar, llega con el uniforme teñido de negro. Pero ¿cómo, le dice el capitán, viene usted en esas condiciones? Cómo voy a venir si no, vengo de luto como está toda mi familia: no guardar el luto sería una terrible falta de respeto a los muertos, a mi ser querido muerto. ¿No?

Publicado el día 8 de marzo de 2019

Hablar con insultos

    La extraña palabra glosolalia, técnicamente según el diccionario, se refiere a la capacidad sobrenatural de hablar lenguas, y también al lenguaje ininteligible de palabras inventadas y secuencias rítmicas y repetitivas del habla infantil, y también de ciertos cuadros psicopatológicos. Poéticamente y en sentido figurado se utiliza como descripción de una situación social en la que todo el mundo está todo el tiempo hablando, hablando y hablando hasta el infinito, en la que todo se llena de palabras y más palabras, muchas de las cuales, la mayoría incluso, son perífrasis, expresiones altisonantes, digresiones, ambigüedades y otras tantas figuras literarias… una glosolalia colectiva. Como si la atmósfera estuviese llena de palabras y frases y como estamos viviendo cada día, acrecentado el fenómeno, quizá, por el ambiente electoral.
    De entre tanta verborrea impacta a mucha gente, a muchísimas personas, la utilización frecuente y sin escrúpulos de insultos como una manera soez de referirse, sobre todo, a determinados adversarios. Y es en este punto en el que cabe recurrir al filósofo del pesimismo Arthur Schopenhauer (Borges también se refiere a este fenómeno) quien en “El arte de tener razón”, un trabajo en el que propone, en forma de máximas, diversas estrategias para que nuestros argumentos acaben siempre triunfantes, incluye una última a utilizar cuando nuestra situación sea desesperada porque estamos al borde de la eliminación dialéctica y en una posición sin salida, una especie de aporía, y ya hemos agotado todas las estrategias: insultar. Si alguien demuestra poseer un conocimiento más riguroso sobre algún asunto, la grosería es la forma de neutralizar esta superioridad. Pero, claro, esa opción es un arma de doble filo porque significa reconocer que el adversario no nos acabará dando la razón sencillamente porque es superior.
    Pero "sólo cuatro temen lo imposible, dice el Calila e Dimna, esa colección de cuentos que nos han trasmitido los antiguos: el ave que estira las patas hacia el cielo por miedo a caerse de él, la grulla que sólo se apoya en una pata por miedo a que si apoya también la otra el suelo se hunda, la lombriz que se raciona la tierra que come no vaya a agotarse, y el murciélago que vuela de noche y no de día por miedo de que lo cacen por hermoso". Es lo que pasa cuando la mente se basa en la palabra sin fundamento y recurre así al insulto.

Publicado el día 1 de marzo de 2019