La gente se está hartando


      El decorado lingüístico no ha podido ser más preciso. Entre el ruido de los tecnicismos económico-sociales ha sobresalido la voz del gobernador del Banco de España urgiendo al gobierno la reforma de las pensiones como algo capital y urgente, un asunto primordial, “una de las claves”, que además ha de llevarse a cabo inmediatamente. Y eso sin más razones ni más justificaciones, sin variables ideológicas, morales o antropológicas sino como una acción ineludible y fatalista.
      ¿Y por qué los miles o millones de jubilados que andan en dificultades para sobrevivir con pensiones escasas, que en esto también hay de todo, deben ajustarse a una vida más dura?, ¿acaso para conseguir el perdón de los pecados?, ¿tal vez para asegurar la salvación de su alma y la vida eterna?, ¿a lo mejor para que los africanos dispongan de alimentos y no tengan que escaparse en pateras?, ¿para que no mueran tantos niños al día de hambre o de enfermedades estúpidas? De ninguna manera, aquí no valen las razones humanitarias. El referido gobernador lo ha dejado muy claro y de ahí que la dialéctica del discurso haya sido perfecta, clara y distinta, que son las cualidades que debe tener, según Descartes, toda percepción. Hay que reformar las pensiones para tranquilizar a los mercados financieros, ha asegurado, en una expresión en la que no estaba muy claro si era el vocero o portavoz de esos dioses iracundos y sin conmiseración con los mortales. La misma razón por cierto por la que los ciudadanos irlandeses, por ejemplo, vivirán con el Estado de Bienestar cercenado, al decir de un comentarista.
       Y ¿quiénes son los mercados? Por supuesto que ni montañas, nubes o barcos. Tampoco árboles o caracoles. Son personas, o corporaciones integradas por personas pues no se conocen instituciones gatunas ni gorrionescas. Son como nosotros y, aunque desconocidos de la opinión pública, tienen nombres y apellidos y por tanto con hijos a los que a veces suspenden en el colegio, ciudadanos que en ocasiones engañan o son engañados por sus cónyuges, a los que les duele la cabeza, que beben aunque sea agua y enferman y mueren como todos. Si estuviésemos en la Edad Media les aplicaríamos la Danza de la Muerte, aquella versificación popular que recordaba que a la hora de la verdad tanto muere el Emperador como el Papa.
       Y ¿qué hacen esos titanes que tanto se intranquilizan y tan nerviosos se ponen? Pues además de confundir valor y precio, de que avisaba A. Machado, nada. No producen trigo ni cebada, tampoco materiales ni máquinas. No fabrican nada de nada. Son perfectamente inútiles, puros especuladores que, amparándose en la clandestinidad y en el anonimato, únicamente buscan provocar la miseria, la indigencia, la desventura y la desgracia a los colectivos más débiles, a países enteros. ¿Para qué? Pues para nada porque una vez que una cuenta corriente tiene doce o catorce ceros ¿qué más da que se añadan otros ocho o diez?
       Y la gente se está cansando. Es fácil apreciar que la gente, a pesar de los duros sermones de la clase dominante y privilegiada, es consciente de lo estúpido e incoherente de sus sacrificios y se está hartando.

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