Pues resulta que en Chile ha sido la comidilla colateral del rescate de los mineros la disputa sobre qué dios ha sido el que ha escuchado las oraciones de sus seguidores y ha resuelto favorablemente la situación. Líderes de varias religiones, que de una u otra manera han atendido espiritualmente a los trabajadores afectados, han andado a la gresca tratando de convencer a quienes quieren oírlos que el dios al que cada uno sigue es el que en verdad ha resultado eficaz para arreglar el problema.
Pésimo asunto el de estas trifulcas, ni la primera ni tristemente la última, de grupos religiosos, de iglesias, pugnando por el espacio ideológico, el poder social y la preeminencia pública que han llenado de cabo a rabo toda la historia. Las guerras de religiones, las guerras de dioses (justificadas por lo general con un lenguaje de enredo) son una de las desdichas y tribulaciones más duras y lamentables que ha tenido que soportar la humanidad. Por el dolor y la sangre de las víctimas de unos y otros bandos, por la angustia infinita de las personas de buena fe que no acaban de entenderlo o por los negocios miserables que se producen alrededor. Y en el que unas veces se siguen estrategias de gabinete y, otras, cañonazos de alto calibre.
Pero ya lo advertía en el siglo XVII el filósofo inglés John Locke, el primero que escribió sobre la tolerancia, diciendo que “diferir de otros en materias de religión es tan conforme al Evangelio de Jesucristo y a la razón genuina de la humanidad, que parece monstruoso que los hombres sean tan ciegos como para no percibir claramente la necesidad y ventaja de ello”. Y es que al final estos acontecimientos acaban siendo uno de los argumentos más sólidos para entender que no posible un dios tal como lo gestionan los que se llaman sus portavoces. Si Dios existe, es bastante posible que no debe estar muy contento con la tarea de quienes se consideran valedores oficiales suyos.
De haber pensamiento inocente y corazón sincero, todos los líderes eclesiásticos de las múltiples iglesias deberían ir del brazo y, además, permitir que cualquier lugar sagrado del mundo, esté donde esté y sea como sea, quede a disposición de todo aquel que, con sinceridad y desde la limpieza de intención, quiera orar a Dios. Claro que para eso tendrían que olvidar el discurso del poder, de las legitimidades jurídicas y las autenticidades excluyentes y entender que las discusiones sobre el perfil divino, más allá de su componente de amor, son palabras vacías.
Probablemente, esa afirmación que a veces se oye de que cada uno en su casa y Dios en la de todos sea una de las expresiones más desaliñadas, descocadas y menos espirituales que puedan pronunciarse. Porque eso significa la conjugación de mi dios, tu dios y su dios, nuestro dios, vuestro dios y su dios... ¿y qué pasa entonces con Dios? Lo dice Asoka y lo respalda Hans Küng: “Quien muestra aprecio por su propia comunidad religiosa y desprecia las de otros sólo por afecto a la propia, con el propósito de elevar su esplendor, en realidad causa a su comunidad perjuicios muy graves”. El teólogo alemán apostilla: “La última frase es verdadera”.
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