Días de la belleza fea

    Se supone que vivimos desde la belleza y que de manera aparentemente natural la consideramos como uno de nuestros principios filosóficos y vitales. Mas, aunque nadie parecería discutir esta afirmación, las cosas no son tan sencillas si nos detenemos un momento a pensarlo. No sólo porque no está claro qué cosa sea la propia belleza como sabemos por experiencia y por el montón de pensadores que no acaban de encontrarle salida cierta al problema. Pero además porque, para colmo, sabemos también que detrás de esos cánones se nos cuela como a lo tonto la fealdad y ya, con ambas valoraciones encontradas y, parece, enfrentadas, belleza y fealdad, nos hacemos un lío tremendo. Por eso, como la otra cara del revés, para entender una hay que tener presente la otra. Antitéticos pero hermanos inseparables.
    Es de esa manera, desde la necesaria e inevitable confrontación, como la fealdad, que, decimos, se nos cuela como un ladrón nocturno pero que en tantas ocasiones acabamos abriendo las puertas de par en par, acaba en muchos casos dirigiendo nuestra vida y también, por supuesto, nuestra manera de pensar, nuestra concepción de la realidad. No es tan simple ni tan veraz el principio enunciado arriba porque nada es en la belleza sin contar con la fealdad. Umberto Eco, (que escribió un fantástico libro sobre una y otro de igual importancia sobre la otra), sostenía, como dice el periodista Bruno Pardo, que la belleza es aburrida porque siempre sigue ciertas reglas, mientras que la fealdad, en cambio, ofrece un abanico infinito de posibilidades: un ojo de más, una ceja de menos... Si decimos que la belleza es esto, un canon, la fealdad puede ser todo lo demás, y no tan solo todo lo contrario. Y con guasa sentenció: «La belleza es finita. La fealdad es infinita, como Dios». Es algo así como aquello que opinaba Aristóteles que de ser bueno solo hay una forma pero que son muchas las de ser malo.
    Días estos han sido de belleza en la fealdad, días de risas como truenos de gusto, y días de diablos como el del libro de Wenceslao Fernández Flores, que se lamenta de que ya nadie le hace caso y “me avergüenza reconocerlo, soy apenas una interjección… se dice ¡diablo! como se dice córcholis o caramba; ¡ah! también una máscara astrosa en los carnavales callejeros en los que a los chiquillos les regocija tirar del rabo de percalina”. Eso: la vida, la alegría y la satisfacción. Estupendo.

Publicado el día 8 de noviembre de 2019

Cabezonería o condescendencia

    Si miramos con nostalgia, podemos pensar que el ser tercos debe ser algo malo porque desde niños hemos recibido la reprimenda correspondiente cuando nuestra insistencia contradecía las opiniones o los deseos de los mayores. Desde entonces sabemos que la terquedad y la obcecación son un peligro que puede acarrear males irreparables a quienes tienen la desgracia de caer en ellas. Algo así como un diablillo que nos acosara a cada rato, llevándonos por una ruta que casi conduce al infierno de los pecados… Por eso en estos días algo removidos, con insistencias por aquí y cambio de frente por allá, no viene mal echar mano de esos conceptos que suenan a rancios pero que no obstante pueden ser de utilidad. La testarudez, la porfía y la obstinación, nos decían y sermoneaban, deben ser apartados como una bicha que nos puede morder y bien, que ya ocurrió en el Paraíso.
     Pero si con la carga de los años a cuestas uno analiza anécdotas pasadas, podrá apreciar en seguida que la verdadera cuestión que presenta esta parafernalia de comportamiento está en saber distinguir entre ser terco y ser coherente con las ideas que uno tiene, por lo que el consejo de los mayores debe ser tomado con cautela. Ser consecuente con sus propios pensamientos y convencimientos puede confundirse con el simple empecinamiento. Y si esta diferencia no se nota siempre cuando uno está tranquilo, mucho más complejo resulta en situaciones en que la misma discusión nos lleva a defender cosas que jamás hemos pensado pero que la tensión o el orgullo nos llevan a decir. Son muchas las ocasiones en las que la terquedad nos acarrea apostar por causas perdidas o nos complica la vida por cuestiones que ni nos interesan ni conocemos.
    Y es que en esta cosa de la obcecación es muy arduo saber si hay que mantenerse intransigentes o existe la posibilidad de flexibilizar los principios. De si es debilidad aceptar algunas desviaciones o por el contrario la pureza de los motivos (real o falsaria) debe mantenerse a costa de lo que sea, incluyendo la muerte o el fracaso del propio líder. De la misma forma que entre la heroicidad y la estupidez resulta en algunos casos complicado averiguar la diferencia. Cerrazón o docilidad, testarudez o condescendencia son una de las disyuntivas excluyentes (o A… o B…), de pensamiento y de acción, más dramáticas que tiene y sufre el ser humano, sobre todo en determinadas situaciones.

Publicado el día 1 de noviembre de 2019