De cínicos y fanáticos

    Como dice Amelia Valcárcel, y es opinión común, aunque la mayoría se aleja de tales extremos, un individuo puede estar en contra de las opiniones generales del mundo en el que ha tocado vivir, del mismo modo que otro puede extremarlas en total exageración. Ante el conjunto de convencimientos y creencias que regulan la vida y el comportamiento de los integrantes de un grupo social, cabe la posibilidad, y de hecho así ocurre siempre, que haya tanto quienes se oponen, como quienes llevan hasta el extremo esos convencimientos. Generalmente se llama cínicos (en un uso perverso del término, alejado del originario que tuvo en Grecia) a los primeros y fanáticos a los segundos. Cínicos y fanáticos cubren las fronteras y los confines de cualquier taxonomía colectiva, (es decir, en qué hay que creer y cómo hay que comportarse). Unos y otros, los dos, marcan el territorio fuera del cual ya no cabe decir que se es miembro de esa comunidad. El cínico considera que todo el andamiaje ideológico y de valores preconizados como los auténticamente válidos no tiene sentido y a muchos de sus preceptos les falta solidez y coherencia para ello. El fanático, por el contrario, está convencido de que no hay sombra ni mancha “en el mundo valorativo y normativo” dominante y, en ocasiones, es tal su entrega a esos principios que se atribuye a sí mismo la obligación de velar constantemente por su pureza tratando, incluso, de reforzarlos cada vez más y más.
    Naturalmente, junto a estas dos posiciones en la frontera, caben otras diversas con las que uno se topa cada día: El hipócrita, que simula creer; el demoledor, que maneja el palo para romper la creencia; el mentiroso, que trastoca la realidad; o el que ejerce el disimulo… Y el escéptico que, a diferencia de las otras maldades, es quien cuestiona con sabiduría los fundamentos y perfecciona de esa forma el armazón compartido.
    Naturalmente, dentro de cada una de esas actitudes hay grados y categorías. Para mucha gente encajarse en el conjunto de convicciones y certidumbres, y reglas de comportamiento resulta una dura dificultad. Porque, mientras hay personas a las que la vida le ha llevado con docilidad por la senda impuesta (yo he sido siempre muy decente, nunca he tenido juventud, que decía aquel personaje de La Codorniz), otras tienen sus dudas y vacilaciones. Pero las dos extremosas son las que rompen la comunidad. De ahí, el peligro.

Publicado el día 29 de marzo de 2019

Pregunta de cada día

    Seguro que algunos lectores de El Génesis, atentos y detallistas, habrán caído en la cuenta de cómo en ese texto, tan singular, hay como una referencia sutil a lo que genéricamente podríamos llamar la evolución. Más precisamente, a la capacidad de la especie humana de intervenir en el desarrollo biológico y genético de los demás seres vivos. Jacob marcha a las tierras de su tío Labán para eludir la cólera de Esaú. Allí pasa unos años hasta que un día decide regresar y pide su paga por el trabajo que ha llevado a cabo. Es entonces cuando idea un sistema de identificación de su ganado, que, acomodado a rasgos de su nacimiento, permita distinguir su origen y pertenencia. Y al lector, atento y detallista, le puede sorprender que en un tiempo tan primitivo ya se conociera lo que se llama la selección artificial, aunque entonces su técnica adoleciera de valor científico. (Curioso resulta por demás cómo hasta hace poco tiempo aún se creía que factores exteriores influyen en la configuración somática y síquica de las personas. El científico Huarte de san Juan (siglo XVI), por ejemplo, da consejos concretos de posiciones en el coito para repercutir en el sexo y hasta en la capacidad intelectual del nasciturus).
    Precisamente a esta capacidad de nuestra especie de intervenir en el selección natural, mediante una, a su vez, llamada selección artificial, la califica el historiador N. Harari, “el mayor fraude de la historia”. Su tesis viene a decir que, si bien el cazador-recolector, (nuestros antepasados del Paleolítico) que comía de lo que cazaba y recolectaba y tenía que ir a buscar el sustento allá donde lo había, tenía dificultades de vez en cuando para subsistir, estos problemas no ofrecían suficiente justificación para empezar “la revolución agrícola y ganadera”, la revolución que ha pasado a la historia con el nombre de Neolítico, aproximadamente desde hace unos 10.000 años. Y sienta en el banquillo como acusadas a un puñado de especies de plantas, de entre las de que destaca al trigo: de tal manera nos manipuló, dice, que incluso tuvimos que transformar nuestra vida social, económica, nuestras creencias… y, al final de la historia, hasta nuestra naturaleza.
    La vida íntima del Planeta se encierra en la eterna pregunta: si tuvo que ser así o simplemente ocurrió de esta manera. Y es la pregunta metafísica obligada de cada mañana para ver qué hay que hacer. O evitar.

Publicado el día 22 de marzo de 2019

Certeza o paradoja

    ¡Vaya, hombre!, dicen que se quejaba el paisano, “¡ahora que el burro estaba aprendiendo a no comer, va y se muere! ¡Ya es mala sombra!” Desgracias de la vida, podríamos añadir nosotros, viendo los esfuerzos del protagonista en ahorrar precisamente lo que es imprescindible. Pero el fondo de la cuestión no es nada sencillo. La lógica del hambre se contradice con la lógica de la subsistencia y de esta manera nuestra vida siempre está engarzada en paradojas y contradicciones que, planteadas a los ojos vivarachos de nuestro entendimiento, acaban por dejarnos a la intemperie. Paradojas y contradicciones que hay que aclarar si queremos vivir desde la certitud.
    El caso es que, aunque tratemos de mantenernos a flote en las certezas de la vida, estás están de todas formas agarradas a la duda, a la incertidumbre y a la perplejidad. Es la imposible la comprobación de si los objetos materiales siguen estando ahí cuando ninguna persona los ve o los percibe. ¿O desaparecen? Por ello todo el inmenso problema de la mentira y de la posverdad acaba siempre en paralogismos y falsos argumentos, sofismas, en los que buscamos refugiarnos pero que al fin y al cabo, lanzan la espuma de la confusión y del error. ¿Verdad, mentira?
    Gente hay que lamenta haber nacido, incluso casi todos hemos vivido esa sensación de sentido, de qué y por qué estamos aquí. Suscita esta reflexión sobre las contradicciones de nuestros pensamientos y creencias la noticia de que un individuo ha denunciado a sus padres ante la Justicia por haberle traído al mundo sin haberle antes pedido su opinión. La requisitoria está mal planteada por haber recurrido a lo que se llama la justicia ordinaria. Debió haberse presentado ante un tribunal de Dialéctica, Lógica y Metafísica porque parece evidente la contradicción que encierra pues, para poder dar su aquiescencia a nacer, ya antes debía haber nacido. Fuera o dentro, sin ser, ¿cómo va a poder decidir si quiere ser o no? Las contradicciones de la lógica y el sentido común se expresan claramente en la actitud de aquel soldado que, al volver al cuartel tras un permiso por el fallecimiento de un familiar, llega con el uniforme teñido de negro. Pero ¿cómo, le dice el capitán, viene usted en esas condiciones? Cómo voy a venir si no, vengo de luto como está toda mi familia: no guardar el luto sería una terrible falta de respeto a los muertos, a mi ser querido muerto. ¿No?

Publicado el día 8 de marzo de 2019

Hablar con insultos

    La extraña palabra glosolalia, técnicamente según el diccionario, se refiere a la capacidad sobrenatural de hablar lenguas, y también al lenguaje ininteligible de palabras inventadas y secuencias rítmicas y repetitivas del habla infantil, y también de ciertos cuadros psicopatológicos. Poéticamente y en sentido figurado se utiliza como descripción de una situación social en la que todo el mundo está todo el tiempo hablando, hablando y hablando hasta el infinito, en la que todo se llena de palabras y más palabras, muchas de las cuales, la mayoría incluso, son perífrasis, expresiones altisonantes, digresiones, ambigüedades y otras tantas figuras literarias… una glosolalia colectiva. Como si la atmósfera estuviese llena de palabras y frases y como estamos viviendo cada día, acrecentado el fenómeno, quizá, por el ambiente electoral.
    De entre tanta verborrea impacta a mucha gente, a muchísimas personas, la utilización frecuente y sin escrúpulos de insultos como una manera soez de referirse, sobre todo, a determinados adversarios. Y es en este punto en el que cabe recurrir al filósofo del pesimismo Arthur Schopenhauer (Borges también se refiere a este fenómeno) quien en “El arte de tener razón”, un trabajo en el que propone, en forma de máximas, diversas estrategias para que nuestros argumentos acaben siempre triunfantes, incluye una última a utilizar cuando nuestra situación sea desesperada porque estamos al borde de la eliminación dialéctica y en una posición sin salida, una especie de aporía, y ya hemos agotado todas las estrategias: insultar. Si alguien demuestra poseer un conocimiento más riguroso sobre algún asunto, la grosería es la forma de neutralizar esta superioridad. Pero, claro, esa opción es un arma de doble filo porque significa reconocer que el adversario no nos acabará dando la razón sencillamente porque es superior.
    Pero "sólo cuatro temen lo imposible, dice el Calila e Dimna, esa colección de cuentos que nos han trasmitido los antiguos: el ave que estira las patas hacia el cielo por miedo a caerse de él, la grulla que sólo se apoya en una pata por miedo a que si apoya también la otra el suelo se hunda, la lombriz que se raciona la tierra que come no vaya a agotarse, y el murciélago que vuela de noche y no de día por miedo de que lo cacen por hermoso". Es lo que pasa cuando la mente se basa en la palabra sin fundamento y recurre así al insulto.

Publicado el día 1 de marzo de 2019