Mirar al cielo. Y 3. Las estrellas

Y han sido las estrellas fugaces (esos peñascos que, vestidos de luz, nos guiñan con las lágrimas de san Lorenzo) las que han cerrado este último circuito singular de noticias e referencias cósmicas y celestiales y nos han empujado a mirar al cielo, desde que la Luna pasó aquel disgustillo. Circuito, que ha añadido dos informaciones, cada una de las cuales son enormemente singulares: una, la aparición de agua en Marte (que, por cierto, luce esplendoroso junto a Júpiter y Venus en estas tardes de inmenso cielo veraniego), una referencia a la tan traída y llevada discusión sobre si ha habido algún tipo de vida en ese planeta, cuestión nada baladí si consideramos que tiene todas las papeletas de estación en el salto al espacio, algo reclamado por físicos y astrónomos de alto recorrido. La otra, el envío al sol de una sonda que tratará de adentrarse en lo posible en “ese sol padre y tirano”, novela de la sequía de 1905 de José Andrés Vázquez.

Es una llamada inconsútil e íntegra la de los cielos, una llamada como de eternidad a reencontrarnos en el lugar en el que estamos y, al tiempo, olvidar los miles y permanentes milenarismos que nuestra imaginación, nuestros egoísmos y. especialmente, nuestros orgullos e intereses nos están lazando cada día como una huida hacia adelante, hacia el muro de la sinrazón. La llamada de los cielos a los humanos conlleva un aviso terminante: las escalas de la realidad a nuestro alcance son subjetivas antropológicamente, no pueden entenderse sino relativamente porque no basta con poner escaleras desde el mundo cuántico, lo ínfimo, hasta la maxi, lo inconmensurable por grande, las magnitudes de difícil expresión por inmensas, que dan origen a las escalas de la vida… del carbono.

Y para reflejar lo débil, baste recordar aquellos versos de Lord Byron (“Oscuridad”) tras la catástrofe, ya casi olvidada, de 1815, “el año sin verano”, como se llamó, en Tambora (Indonesia), la mayor erupción volcánica de la historia registrada, con un volumen de eyección estimado en 160 km³ y que a punto estuvo de amortiguar seriamente le vida en el Planeta: “Yo tuve un sueño, que no era del todo un sueño. / El brillante sol se apagaba, y las estrellas / vagaban diluyéndose en el espacio eterno”. Fue entonces cuando “los hombres olvidaron sus pasiones ante el terror / de esta desolación; y todos los corazones / se helaron en una plegaria egoísta por luz… “

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