Celebrar los triunfos

    Hay en el ámbito público de la política un comportamiento tan habitual y enraizado en las costumbres que pocas veces, acaso ninguna, ha sido indagado y mucho menos criticado. Parece tan natural y propio, que es difícil, de hecho prácticamente imposible, ponerlo en cuestión porque da la impresión de que pertenece al orden natural de las cosas, a lo que es la esencia de la vida y, siendo así, no es posible otra cosa. Se refiere esta observación a la manera en la que los candidatos y sus adláteres en las elecciones celebran el triunfo obtenido. El jolgorio, acompañado de besos, empujones, achuchones y demás expresiones forma una liturgia tan imprescindible que cualquiera preguntaría: ¿cómo es posible no celebrar una victoria así, después de haber ganado honestamente? Tanto que, si algún vencedor no acudiera a ese festín, dejaría con dos palmos de narices a sus votantes y hasta podría dejar un halo de sospecha… tan extraño como si alguien no fuera a su boda dando saltos de alegría o no festejase un ascenso. En la vida, así parece por lo menos, hay situaciones en las que no es posible no saltar de alegría. Y una de ellas es haber triunfado en unas elecciones.
     Pero a pesar de ello ¿no cabría preguntarse si este comportamiento es consecuente y apropiado? Porque no son las cosas tan claras si uno analiza toda la trama que hay detrás en esta operación. La clave está en la expresión: “hemos ganado”. Sí, “hemos ganado” dice quien ha obtenido más votos, y hemos conseguido el poder, que era de lo que se trataba. Conseguir el poder, he ahí el objetivo y la finalidad para la que se ha trabajado intensamente. Y ¿ahora qué?, cabe preguntarse. ¿Qué es eso de conseguir el poder?, ¿lograr las prebendas de la fuerza, auparse a los niveles de privilegio social, apoderarse de las hechuras de la sociedad, hacerse con los resortes reales de quien tiene la última palabra sobre personas y sobre bienes? ¿O acaso haber alcanzado ser los servidores públicos, especialmente de los más débiles?
     Si fuese esta última opción, mal se avienen las botellas de champán o los gestos rumbosos y ostentosos. No parecen adecuados tantos aspavientos cuando se ha obtenido la licencia de los ciudadanos para atenderles en sus problemas, mejorar sus condiciones de vida y servirles en sus necesidades, cuándo se ha convertido uno en servidor público. ¿O este discurso de “servicio público” es para despistar?

Publicado el día 11 de abril de 2014

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