Protocolo y poder

     Cuando hace miles de años nuestros antecesores y colegas de cromañón andaban aún desnudos, seguro que el líder del clan llevaba enganchado en la cabellera una pluma de ave que indicaba a amigos y a enemigos dos cosas: que él era el jefe, la fuente de las decisiones políticas, y, además, la persona más representativa del grupo. Luego vendrían los rituales y las ceremonias que iban acompañándole, acordes a su rango, el puesto a oficiar en las boatos grupales, y los sonidos y la música que habían de entonarse en su homenaje. Toda una parafernalia organizada en su honor, que nuestras actuales complejas sociedades han ido ampliando y complicando cada vez más. Ya los datos de las primeras civilizaciones muestran el andamiaje en torno al reconocimiento público del poder, cómo se instituían ritos y liturgias que dejasen claro quién y cómo mandaba. Desde las bodas entre los hijos del faraón o la orden de que la historia empieza a contarse desde el advenimiento al trono de cada emperador chino hasta los lictores, funcionarios públicos que durante el periodo republicano de la Roma clásica se encargaban de escoltar a los magistrados marchando delante de ellos, la relación de símbolos del poder es casi infinita. El rey de Méjico se cambiaba cuatro veces al día las vestiduras y nunca utilizaba la misma dos veces y todo el mundo sabe que el emperador de Japón, hasta el final de la Segunda Guerra mundial, era sagrado y el pueblo ni siquiera podía verle ni escucharle.

     El hecho es que hoy todos y cada uno hemos incorporado culturalmente determinada simbología del poder; que hay unas gramáticas de la autoridad que son “representaciones que muestran las formas de lo político”. Y el protocolo representa su escenografía, su externalización, absolutamente imprescindible. Si no hay protocolo, no hay poder. El protocolo es su expresión plástica, la manera teatral en la que se expresa. Nos quejamos ingenuamente del gasto público de los coches oficiales sin darnos cuenta de que su verdadero sentido es el de la pluma que llevaba el antepasado, la manera de dejar claro que el que va dentro (concejal, ministro, secretario o delegado) es jefe, tiene poder.

      (Otra cosa es sin embargo el protocolo de los que mandan de verdad, el punto irónico de que los verdaderos dueños del mundo ni llevan lictores ni coheteros aunque se casen entre ellos. Pero eso es el escarnio cruel de la historia).


Publicado el día 4 de abril de 2014


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