Los dueños del cotarro

    Dijo alguien alguna vez, recordaba Fernando Díaz-Plaja, que “el español es ese señor bajito que siempre está irritado”. Eso ocurría en unos tiempos en los que, quienes podían, buscaban en la costa andaluza alegría para su cuerpo y, por qué no, también para su espíritu. En lo que los sociólogos han llamado los años del desarrollismo, cuando empezaban los bikinis y el grito de guerra política era el de ¡España es diferente! Las cosas han cambiado lo suficiente para que a día de hoy se pueda afirmar que vivimos en un paradigma diferente, de gran holgura. Y, sin embargo, lo de enfadarse no solo no ha quedado atrás, sino que, a diferencia de la conformidad con que se vivía en aquellos momentos tan difíciles, ahora se van extendiendo cada vez más la intransigencia, la impaciencia y el enojo. “Uno no debe indignarse tanto, vivimos en una sociedad que se indigna constantemente. En cuanto se hace una crítica, la gente se indigna, insulta…”, se lamentaba David Trueba.
      Sabido es que, sobre todo desde las sociedades sedentarias y el abandono del nomadismo de los cazadores-recolectores, apareció lo que algunos han llamado la sociedad bien pensante, el grupo social que se atribuye a sí mismo determinar el código de conducta personal y colectivo, decidir lo que está bien y está mal y al que MacMullen describió como “la expresión explícita de lo establecido”. Un grupo que muestra su código ético como definitivo e intocable y que dispone incluso de su estatuto de sanciones en el que entra la reputación como uno de los castigos más severos, algo así a como en Grecia era el terrible ostracismo. Nada tiene de sorprendente este hecho social, cuya presencia es inevitable y que canaliza tensiones positivas y negativas grupales, ayuda a la integración del colectivo, al tiempo que impide la evolución y progresión del conjunto. Ventajas e inconvenientes significativos.
      En Roma, según Paul Veyne, “la conciencia colectiva comentaba la vida de cada uno sin sombra de bochorno: no era chismorreo, sino la forma de ejercer una legítima censura, lo que se llamaba reprensión”. El problema viene cuando en esa represión se incluyen elementos de sectarismo ignorante e ignorado, apoyándose, además, en la falsificación de la realidad mediante informaciones apócrifas. Y destilando palabras de odio e insultos, que se justifican paradójicamente desde valores morales. Así, mal nos van a ir las cosas.

Publicado el día 7 de abril de 2017

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