Impecables e implacables

     Aunque, dichas así de corrido, estas dos palabras pueden confundir y formar casi un trabalenguas, si nos atenemos a lo que significan y representan vienen a ser como las dos caras de una misma moneda, como las dos perspectivas de una misma montaña, que diría Ortega y Gasset, en definitiva dos puntos de vista de una misma realidad. Y no porque sean sinónimas y signifiquen lo mismo sino porque estas dos cualidades casi siempre acaban coincidiendo y compartiendo territorio en la misma persona, en el mismo grupo. Bien es verdad, alguien podría objetar, que en principio no tendría por qué ocurrir esto pero así son las cosas y de esta forma las vivimos, especialmente cuando, como ahora, el patio está removido y se oyen voces potentes que incitan a la confusión. Quiérase o no, todo impecable acaba siendo implacable y de la misma manera los implacables se mueven y se justifican en su ser impecable.
         Hablando de estas cosas, Rafael del Águila, en uno de sus libros más clarividentes, explica la íntima relación que tienen los ciudadanos impecables con los implacables. Los primeros son aquellos ciudadanos que se consideran a sí mismos sumamente virtuosos, plenamente honestos y enemigos acérrimos y a muerte del vicio. Defienden que los grandes principios deben ser los que rijan la vida pública sin excepción alguna, caiga quien caiga y de modo absoluto, y, en consecuencia, andan por el mundo impelidos y obligados a ir dando lecciones de ejemplaridad a todo el que se encuentran por delante. Como en el fondo creen que la humanidad está llena de pecadores sin fin y que poco a poco se ha ido deteriorando la virtud, exigen la restauración de los orígenes y de ahí la urgencia de una purificación. Desconfiados de la capacidad humana, en el fondo arrastran un pesimismo radical y una tristeza encubierta en las buenas palabras que pronuncian. Exigen ordalías o juicios de Dios como quien reparte caramelos por la calle. Y esto es lo peor de sus actuaciones, que se convierten en implacables verdugos, de palabra o de hechos, y acaban lacerando la vida comunitaria y destruyendo la red social de afectos y cariños. Una verdadera calamidad pública.
        Es la sentencia de Sófocles cuando en Antígona (donde la protagonista exige el cadáver de su hermano que ha sido condenado a ser expuesto por una discutible tropelía) que la intransigencia es con mucho la más grande calamidad que asedia al hombre.

Publicado el día 12 de febrero de 2016

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