La batalla de unos minutos

       Las crónicas de la época (siglo IV a.n.e.) refieren que, cuando Alejandro Magno murió por unas fiebres, los atenienses, que habían sido los primeros en caer bajo sus dominios, celebraron el episodio con todo dispendio y jolgorio. El historiador Plutarco cuenta que la gente se echó a la calle con guirnaldas de flores y cantos de victoria como si hubieran sido ellos los que lo hubieren matado, e inmediatamente una delegación fue a buscar a Demóstenes que por haberse opuesto denodadamente al gobierno de Alejandro y de su padre Filipo, contra quien había lanzado aquellos terribles discursos tan conocidos, había sido desterrado. Vuelto a su casa, a Atenas, se convirtió en seguida en el líder del momento y organizó un ejército popular para enfrentarse a Antípater a quien había tocado en el reparto sucesorio Grecia y Macedonia. Lleno de fervor y entusiasmo trató de provocar una batalla contra el nuevo opresor pero esta, lamentablemente para sus propósitos, solo duró unos minutos. El desastre fue total.
        Seguro que la estructura interna de este relato le suena a más de uno como repetido una y otra vez a lo largo de los siglos. Con filípicas incluidas o sin tanta panoplia, el ejército popular creado desde la emoción incontrolada y avasalladora queda destrozado en unos minutos y puesto en pie de fuga. Lo peor de todas maneras en estos casos se da cuando no solo se destruye lo que llaman el tejido social, en armas o desarmado, sino cuando todo viene por acreditado, razonado y por tanto justificado. Aparentemente justificado. Cuando caen las aspiraciones precisamente en nombre de sagrados supuestos valores, cuando las esencias se exhiben como excusa para destruir los deseos de la gente.
     Porque lo curioso y, al tiempo, relevante de este triste, elemental, vulgar y rutinario episodio histórico, de los que ha habido tantos, es que Filipo II, el macedonio que invadió Grecia (y del que por cierto se acaba de decir que al fin se ha dado con su tumba) estaba feliz de ser el rey de Grecia, iba pavoneándose de estar al frente del pueblo más culto del mundo de entonces. A pesar del ruido de Demóstenes y los suyos, Filipo agradecía cada mañana a los griegos ser su jefe. Esta es la parábola de la batalla de unos minutos en la que estamos envueltos y no hay manera de escapar, sin necesidad de poner más nombres. Porque al final se pierden las formas y solo vale el esto es lo que hay.

Publicado el día 17 de junio de 2016

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