De moscas y moscones

    Injusto y hasta innoble sería que, en medio de todo este verano y sus calores acompañantes, no dedicáramos una elegía, ligera pero atinada y medida, a estos seres con quienes compartimos tantos ratos estivales. Porque, al hablar de las moscas, no lo estamos haciendo de un animal prosaico definido superficialmente por el sambenito de incómodo para otras especies. Al margen de la tarea biológica dentro de los ciclos naturales, la mosca, las moscas, no ya en el ámbito de la literatura, que más de uno calificaría de bagatela y pamplina, sino en el mundo de la ciencia, aportan unos beneficios impagables. Que merecen correspondencia.
      Las moscas son muy sensibles, hasta el punto de que beben cuando no consiguen copular. Y de celo, amor y uniones tienen gran libertad, dice el filósofo Luciano de Samosata, del siglo II: “el macho no monta y desciende al instante, como en los gallos, sino que se mantiene mucho rato sobre la hembra, y ella lleva al novio, y unidos vuelan sin romper en su evolución ese coito aéreo”. Ya las encumbró hasta los cielos nada menos que Homero cuando en la épica guerra de Troya pone en boca de la diosa Atenea el consejo a Menelao de: “la audacia de la mosca, que, aunque sea ahuyentada una y otra vez, vuelve y pica sin cesar porque le es agradable la sangre de los hombres”. Pero el agradecimiento triunfal debe ser para la mosca del vinagre o de la fruta, la que eyacula espermatozoides 20 veces más grandes que su cuerpo, la Drosophila melanogaster, a la que los humanos nunca pagaremos los servicios que nos producen, ya que, como por sus condiciones genéticas para la investigación fácilmente nos pueden reemplazar, son el animal más estudiado y conocido, del que sería justo hacer monumentos por aquí y por allí.
       Voltaire se preguntaba por qué existen las moscas y en su lucha contra la intolerancia aseguraba que es archisabido que “han nacido para que coman las arañas, las arañas para que se las coman las golondrinas, las golondrinas para que las devoren las picazas, las picazas para que se las coman las águilas, las águilas para que las maten los hombres y los hombres para matarse unos a otros, y que luego se los coman los gusanos y después los diablos…”. Sin duda está haciendo falta el gran libro sobre las moscas. ¿Y los moscones? ¡Ah! Eso es otra historia todavía mucho más pesada, a la que, dada su complejidad, habrá que echarle de comer aparte.

Publicado el día 29 de julio de 2016

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