Cuentecillo veraniego

Hay una antigua parábola de origen oriental superconocida que muestra lo que con palabras un poco redichas podríamos llamar “la inconsistencia de lo que tenemos delante de nuestro conocimiento”, de lo que, más o menos pomposamente, llamamos la realidad. Dicho de otra manera, que por mucho que nos esforcemos en negarlo es imprescindible tener siempre presente que las cosas no solo no son como se nos aparecen sino que llevan detrás de sí un montón de intenciones y de significados que arrastran a la confusión y al desconcierto.  
Según el cuento de referencia, a una oferta pública de boda de la hija de un mandarín un día se presentó un labriego asegurando que poseía poderes tan especiales que podía averiguar hasta los verdaderos pensamientos y las exactas intenciones de la gente pero, naturalmente, exigía llevar a cabo la exposición de motivos en una entrevista personal y secreta con el propio amo. Y así fue. Pero mientras reían a carcajadas de las pretensiones del pueblerino los pajes, los criados, los próceres todos y hasta el pueblo más sumiso y adulador, comentando la osadía de quien no aparentaba más que ignorancia, apareció el gerifalte anunciando, tras la charla con el protagonista, que le habían convencido sus poderes y sus razones y que anunciaba la determinación de casarlo con su hija. Innecesario es decir que, desde aquel momento, a ningún cortesano se le ocurrió nunca más dejar de ser leal ni siquiera en el pensamiento por entender que debían ser verdaderos los poderes que había ofrecido aquel sujeto al jefe. Una historia, por cierto, que tiene una segunda parte en la que se relata que el primer emperador de China, Qin Shihuang, había conseguido plantar delante de su palacio un césped que averiguaba los pensamientos de quienes se atrevían a pasar por allí, lo que le garantizaba también impunidad absoluta de sus súbditos.  
En estas semanas nos estamos hartando de escuchar historias que encierran acertijos a flor de piel y escondrijos llenos de ladroneras, cuyo secreto anda perdido por cañerías y recovecos. Por eso para quien no conozca el final de la conseja habrá de aclarársele que el mensaje del aldeano al mandarín fue más o menos este: “si tú me casas con tu hija, todos creerán que es verdad lo que he anunciado públicamente y de esta manera ya se cuidarán de hacer, y hasta de pensar, lo que ni pueden ni deben. Tú verás si te conviene mi oferta”.

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