La cultura de la pobreza (1)

En el trasnochado chiste, llegaba el viajero al pueblo y entablaba  charla con un muchacho de gesto y porte descuidado. Sorprendido por el tono de alguna respuesta, acaba preguntándole al paisano: “¿Y tú en qué trabajas?, ¿en qué te ocupas?” A lo que el interpelado responde con tono firme y convincente: “No, yo no trabajo, yo no hago nada. Yo soy el tonto del pueblo, y unos y otros me dan de comer y me ofrecen casa y cobijo”. 
Buscando los orígenes y causas de la pobreza, los antropólogos llevan un tiempo discutiendo si puede hablarse o no de lo que llaman “la cultura de la pobreza”, una expresión propuesta por el filósofo Oscar Lewis, tras dedicar años a estudiar situaciones de marginación e indigencia en diversos países. Dice este investigador que hay personas que, ante las circunstancias adversas de carencia y desamparo en que se encuentran y viven, acaban atribuyéndose a sí mismos la condición inevitable e insalvable de pobres y que desde ese momento empiezan a actuar y  comportarse de acuerdo a lo que en la sociedad en que viven deben hacer los pobres, es decir, adquieren la cultura de la pobreza. Y lo peor es que  esta suele perpetuarse de padres a hijos, con lo que las nuevas generaciones no están preparadas para las oportunidades de progreso con que se puedan encontrar en su vida. “Cuando estos niños cumplen seis o siete años, normalmente ya han asimilado actitudes y valores básicos de su subcultura”.
Como en el cuento de arriba, una vez que el protagonista entiende que ha adquirido la condición irrenunciable de ser el tonto del pueblo o el pobre de la parroquia, una vez adquirido ese rango social, éste debe ser el que marque las relaciones con la colectividad, incluida la vestimenta, la forma de vida, el lenguaje y hasta el derecho moral y legal de ser ayudado por la comunidad, que a su vez adquiere la obligación de atender a sus necesidades. Aclarados así los papeles de cada uno, éstos se refuerzan con el trato paternalista como dialéctica al de humillación que le es obligado y todo se adoba con la limosna, algún traje que quedó obsoleto y hasta alguna chuchería para sus hijos, sobre todo en los días feriados. Pero, apoyados en las eternas frases tópicas de qué se le va a hacer, o el pertinaz debate de si se le dar limosna o no, no se abren otros horizontes. En opinión de Oscar Lewis, cada uno en su sitio y se ha consumado la cultura de la pobreza.

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