Qué sería de nosotros si no
tuviésemos secretos, nuestros secretos. Esa propiedad, en principio, personal,
privada e inalienable, que nos libra de la pobreza total. Los secretos,
confesables o no que esa es otra historia, nos aseguran que somos dueños
ciertos de algo, y que, salvo decisión en contra, lo somos con propiedad
exclusiva. Los secretos, nuestros secretos, son como una especie de vestimenta
que tapa los verdaderos afanes y la lectura interior del mundo y de sus
acontecimientos. El problema de los secretos está sin embargo en la propia
historia que nos contamos a nosotros mismos. Lo que podríamos llamar el
discurso de los secretos es la presión que ejercen sobre nuestras pasiones,
nuestras tendencias, nuestros amores y nuestros desamores.
Otra cosa es cuando decidimos compartir un secreto. Dice Pármeno, el
criado de Calixto (el de La Celestina), que a quien dices el secreto, das tu
libertad. Por eso hemos de andar con cuidado porque, si bien se mira, cuando
buscamos el enemigo en frente, nos podemos topar con nosotros mismos. Y por esa
misma razón transformar en placentero un secreto desagradable es una virtud que
muy pocos tienen a su alcance pero que en definitiva es una de las tareas en
que ocupamos gran parte de nuestro tiempo. Las reglas de la vida, al fin y al
cabo, siguen siendo las mismas de siempre, las que ya tenían nuestros
antepasados cuando se miraban a sí mismos hacia adentro. Y nosotros hacemos lo
mismo.
Antifonte, un filósofo griego que
vivió en los años de esplendor de la cultura helena, pasaba por ser un
personaje singular. De su estilo de vida sobresalen especialmente dos cosas: una,
que era temido por su capacidad de convencer a cualquiera de lo que quisiera,
lo que producía temor entre quienes se le acercaban. Y la otra, la más
decisiva, era que en la puerta de su casa tenía un reclamo publicitario en el
que aseguraba que, hablando, era capaz de curar cualquier mal que les
aconteciera a los hombres. Algo así como un precedente de la sicoterapia y del
sicoanálisis pues lo que hacía Antifonte era curar convenciendo. Su medicina
era la palabra. Lo malo es que no fue eficaz con el tirano y acabó condenado a
muerte. Ese es nuestro peligro y nuestro precipicio: que no acabemos
convenciéndonos a nosotros mismos de la bondad de nuestros secretos y en ese
caso sería inútil cualquier otra medicina. Aunque sea un placebo.
Una circunstancia social ha
permitido descubrir y comprobar que bastante gente joven desconoce el uso y la
utilidad del abrecartas, ese instrumento de apariencia simple que permite, o
permitía tal vez por lo que parece, poner a la luz los secretos de amor, los de
negocios entre interlocutores que se hallaban lejanos o que simplemente no
querían ni les interesaba verse las caras. Abrir
los secretos, rompiendo la puerta de manera organizada, es una medida de
prudencia pero, cuando lo que hay dentro está quemando, no es prudente esperar
al abrecartas. En ese caso es preferible romper el sobre por el procedimiento
más ágil. No vaya a ocurrirnos como dicen que le pasó a Diógenes, que, de tanto
pensar, un día se murió porque se le olvidó respirar.
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