El pobre Euclión


            Plauto, un autor de comedias romano de un par de siglos a.n.e., desarrolló una de sus parodias más famosas alrededor de un personaje que luego ha sido utilizado por otros autores renombrados. Euclión, que ese es su nombre, era más bien pobre pero se caracterizaba sobre todo por su avaricia, tanto y de una manera tan desaforada que los esclavos comentaban que por la noche se ataba una bolsa de cuero a la boca para no perder el aire mientras dormía. Y el pecado le entraba del rechazo que le provocaban los ricos. Euclión tenía el peor concepto posible de ellos y los odiaba a muerte creyendo que de su corazón y su mente no podía salir nada bueno, ni siquiera aunque pudiera parecerlo. Pero como ocurre tantas veces en la vida que si no quieres café pues taza y media, amargado y desazonado cuidando con mil ojos sus escuálidas y exiguas posesiones, vino a dar en su mayor desgracia. Porque el caso fue que un día, por casualidad, encuentra enterrada en su casa una olla con un tesoro de joyas y monedas como no había podido imaginar. Tan trastornado se queda que llega a exigirle a su esclava, Estáfila, que no dejara entrar a nadie en casa por si acaso. Ni siquiera “a la Buena Fortuna”.
            Mas el nudo de la cuestión viene cuando a un vecino rico, que naturalmente desconoce el secreto de la olla, le convencen su gente que debe casarse y éste decide hacerlo con Fedria, la hija del pobre Euclión, para lo que se acerca a su casa a pedir su mano. Y este es el momento en el que el protagonista, temeroso de que haya descubierto su secreto y todo sea un simulacro para apoderarse de la olla, afirma: “No me fío de un rico que es tan amable con un pobre. Si tiende amigablemente la mano, es para causarte algún perjuicio.”
           Malo y muy fatigoso era el problema del pobre Euclión, la dolencia que sufría. Lo que le pasaba era que no se fiaba de la gente ¡y menos aún de los ricos! De ellos es que no quería saber nada, ¡vamos, nada de nada! Era mentarle el nombre de uno cualquiera, y no digamos el del vecino, y, como en el dicho popular, se le subían las entrañas hasta el cerebro. Y por más que sus amigos y parientes y hasta sus esclavos le insistían una y otra vez: mira, Euclión, que esa manía que le tienes a los ricos no tiene fundamento, que ellos son como nosotros, unos mejores y otros peores pero como nosotros, que ellos han nacido de madre… pues nada. No había manera y cada vez era peor. Siempre suspicaz, nunca comunicativo, se comportaba como dicen que lo hacen los misántropos, esas personas que huyen de la gente y andan como escondidas en el mundo.
         Y mira por donde, ¡lo que le faltaba! su vecino rico quiere casarse con su hija. El hombre ya era senil y andaba buscando una Abisag para que, como al rey David, le calentara la cama. Pero Euclión estaba tan temeroso de los ricos que, de haber tenido la oportunidad, se hubiera comportado como aquel cuento medieval en Lazarillo, que, prometiendo el diablo a un hombre darle todo lo que quisiera con la única condición de conceder el doble a su vecino, el afortunado le pidió sin más que le quebrara un ojo. Pues a esto o más estaba dispuesto Euclión. Y es que ese encono, naturalmente, no era fundado ni justo.

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