Un apunte sobre los ricos


      Según sus biógrafos, Montesquieu (el filósofo de la política de la separación de poderes) fue bautizado en los brazos de un mendigo. Sus padres, que pertenecían a una alta cuna y disponían de una situación económica muy acomodada, querían que su hijo, desde el nacimiento, tuviera el convencimiento de la igualdad de todos los hombres, que todos somos hermanos y que la pobreza y la riqueza no son sino una simple condición circunstancial.
        No era esa la opinión común generalizada de la época, en realidad de todas las épocas: la doctrina general que se ha mantenido a lo largo del tiempo es que el sitio que cada uno ocupa en el mundo y en la vida está vinculado de manera indeleble y definitiva a la cuna. Aristóteles, el gran filósofo griego, defendía que cada persona, cada objeto, tiene un lugar propio en la naturaleza y, en nuestro caso este le viene por la familia. Así se ha pensado y argumentado en el Antiguo Régimen de manera pública y general; así se justifican ideológicamente las castas; y así lo sigue pensando hoy mucha gente aunque ahora de tapadillo y por lo bajini porque el pensamiento oficial dominante ya no va por ahí. De la misma manera que cada uno trae al mundo el color de su pelo, su carácter y su fealdad o guapura, también viene con su posición social, con su puesto en la comunidad. Era un principio sagrado, que cualquiera se atrevía a poner en duda si no quería meterse en problemas civiles y de conciencia: si has nacido pobre, es porque Dios, o la naturaleza o el destino, así han querido que lo seas, ese es tu espacio porque, si te hubiesen querido rico o poderoso, te habrían hecho nacer en una estirpe de estas condiciones. Un ejemplo histórico de cómo se puede manipular el pensamiento común para el mantenimiento de privilegios y exclusión de la competencia.
        Así las cosas, el grave  y comprometido problema que plantea esta teoría de los linajes, o de las prosapias que diría un castizo, es el ascenso social. Tratar de salir del rincón era una perversión terrible, como mínimo de soberbia y altanería. ¡Ni el rey podía trastocar ese orden!, recuerda el historiador Manuel Fernández Álvarez, hablando de las capas sociales en el barroco español. ¡El de abajo, abajo y el de arriba, arriba! (Curiosamente en unos siglos en los que no había lotería ni bonoloto fueron los exámenes en la universidades el sistema revolucionario que permitió a los hijos de los campesinos pobres romper ese pétreo sistema).
      El caso es que la posibilidad de subir de categoría social, una de las conquistas sociales más trascendentes, es bastante más complejo de lo que a primera vista pudiera parecer. Por ejemplo, en un libro aparecido no hace demasiado en el Reino Unido sobre el particular, se calculaba que en diez generaciones el 40 por ciento como mínimo de las familias nobles había tendido descendientes ilegítimos, lo que los biólogos llaman paternidad discrepante, dice R. Conniff en la historia natural de los ricos. Lo que significa también que otro tanto no. Lo resume, para lo bueno y para lo malo, el axioma de D. Parker: “Si uno quiere saber lo que piensa Dios del dinero, sólo hay que ver a qué gente se lo dio”.

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