Hablando de política en el
sentido convencional del término y de sus gestos y modos de actuar, una de las
imágenes con las que nos topamos con más frecuencia en los medios de
comunicación es la de responsables públicos denunciando alguna tropelía de sus
contrincantes. Mostrando un papel en la mano, que se supone es la prueba
definitiva del desafuero, con expresión grave y dolorosa como procede en una
situación tal y con un discurso en el que se entremezclan valores morales con
quebrantos públicos, van mostrando a los ciudadanos cómo son sus adversarios de
bribones y capaces de portarse tan mal y con tan grave daño para los intereses
generales. ¡Fíjense hasta donde han sido capaces de llegar y comprueben cómo o
son torpes –malo- o malvados –mucho peor- ¡ Con pequeñas variantes,
prácticamente siempre es igual la escenografía: el papel acusador, la cara de
grave preocupación y disgusto, las palabras gruesas y seguras, y, en algunas
ocasiones, el anuncio del apocalipsis.
¿Tienen alguna utilidad estos actos?, ¿son eficaces?,
¿generan y producen los efectos buscados?, ¿influyen en los ciudadanos? Dicho
de una manera descarnada y sin remilgos, ¿les dan votos a los denunciantes? La
vida pública está llena de tópicos, de engañosos principios doctrinales que
tratan de hacerse pasar como científicos pero que no son sino frases hechas sin
fundamentación racional. Y de falsos expertos y discutibles teóricos ¿Quién les
ha dicho a quienes tratan de hacer ciencia cuando diseñan estrategias
electorales, que actos como éste producen réditos, cuando, salvo situaciones
muy excepcionales que entran en otros paradigmas, las evidencias desmienten la
eficacia de estos actos? ¿No perciben la inutilidad de sus esfuerzo, sobre todo
cuando, al rato o a la media vuelta, vuelve a repetirse el mismo guion aunque
con los actores de enfrente?
¿Hay frase más falsa que aquella a que se atreven algunos
cuando aseguran que están muy preocupados por lo malos que son los adversarios?,
¿cómo se puede ser tan torpe al recurrir a tonos de funeral mientras tratan de
disimular como sea la íntima satisfacción y alegría que les embarga al haberlos sorprendidos en
renuncio tan grave mientras sueñan con los beneficios que tal denuncia les va a
producir a la vuelta de las elecciones. ¿No se dan cuenta de que la gente está
viendo la falsedad en la entonación de lo que se está diciendo?
Aunque los sermones éticos aseguren
otra cosa, cuando en un distrito electoral la gente sigue votando al corrupto,
es que no hay una alternativa sugerente, brillante, de altura social y política
de importancia. ¿Cómo algún responsable político puede pensar que por pedir
para el adversario la pena de muerte por sus muchos pecados va a ganar las
elecciones sin más proyecto ilusionante y firme? Ya se decía cuando lo de
Pericles, que no hay mayor ni mejor negocio porque se hable mal de algo o de
alguien, ni ello significa mayor inteligencia ni mejor juicio. Y Sófocles, el
mítico trágico griego, remachaba en Antífona: terrible es tener una opinión y
que ésta sea falsa. Habrá que denunciar pero al menos que se cambie la
escenografía.
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