Guerras intestinas


       Muy sorprendente resulta la actuación pública del concejal Baquerín, del ayuntamiento de Córdoba. Y ello porque, al menos de puertas para fuera que es de lo que aquí se trata, muestra dos convicciones implícitas que no acaban de entenderse del todo. La primera, al competir con su jefe de filas, deja a un lado el origen y la motivación del éxito de su candidatura, como si quisiera dar la impresión de que los votos ganados por su grupo lo fueran por todos los miembros que lo integraban, desconociendo lo que mostraron los análisis sociológicos de que a quien la gente eligió fue al cabeza de lista, que la papeleta a UCOR fue un voto personal a Rafael Gómez. Enfrentándose a él, da la impresión de que lo trata electoralmente de igual a igual. 
      El segundo pensamiento, que también produce extrañeza, es que parece desconocer quién es, como personaje público naturalmente, Rafael Gómez. Aparenta que sea el único cordobés que esperara de su líder un programa político racionalmente concebido, doctrinalmente impoluto, ideológicamente bien consistente y procesalmente coherente, vamos, que Rafael Gómez sustentaba un proyecto acorde a las más modernas teorías estructurales de la cultura posmoderna. Según los medios de comunicación cordobeses, ya ha expuesto en un pleno su credo político completo: que un ayuntamiento está solo para dar trabajo a la gente y que las demás tareas, mociones incluidas, son monsergas y una forma de perder tiempo. Justo lo que se espera de él y por lo que recibió tantos miles de sufragios. Otra cosa es, naturalmente, la eficacia y la praxis de esa manera de entender la gestión pública. 
      Al comienzo de la que el historiador Tito Livio describió, refiriéndose a Roma, como “la mayor potencia después de la de los dioses”, andaban en trifulcas sus fundadores, Rómulo y Remo, porque, al ser gemelos, no había forma de decidir a quién correspondía la primogenitura y el mando. Así las cosas, optaron porque los dioses tutelares se manifestasen mediante augurios. Pero esta solución lo que hizo fue complicar más las cosas. Remo obtuvo augurio el primero con seis buitres pero, cuando iba a ser proclamado rey, a Rómulo se le presentaron 12, por lo que la duda vino sobre qué tenía más importancia si la prioridad temporal o el número de aves. El final de la historia es más que conocido: Remo, por burlarse de su hermano saltó las murallas y Rómulo, enfurecido, lo mató mientras decía “así muera en adelante cualquier otro que franquee mis murallas”.
         Las trifulcas por el poder interno forman parte de la naturaleza humana pero cuando se transforman en turbulencias no legítimas entre quienes están para atender los asuntos públicos, se convierten en una de las mayores desgracias colectivas y abren un camino al abismo en el que caen antes que nadie los débiles y los desfavorecidos. El alejamiento de la realidad y de su capacidad transformadora por otros cuidados, no solo no esenciales sino incluso perturbadores, es una de las paradojas más envilecedoras de la democracia. Ya lo decía el Kempis hace unos pocos siglos: “Ponte primero a ti mismo en paz y podrás después pacificar a otros”.

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