Palabras que pesan


      Y qué opinión le merecen esas dos personas, preguntan a un personaje público con pretensiones de ser elegido ahora que dicen que se están acercando las elecciones. Ninguna, responde, no me merecen ninguna opinión: la una es una calamidad que ya está amortizada y la otra, una perfecta inutilidad. Pues ¡menuda opinión o valoración! La anécdota resulta instructiva porque pone de manifiesto una vez más cómo el uso de las palabras, cuando se les quiere dar un doble sentido, le modifican su significación. Tener mala opinión no es no tener opinión; tener mala opinión es tener opinión mala. Pasó lo mismo en su día con el término talante como si esta palabra significase algo positivo cuando talante es el tono personal, sea éste positivo o negativo, de buen humor o de mal carácter, por lo que siempre se ha hablado de buen o de mal talante.
      Refiriéndose a estas alteraciones y otros desajustes de las palabras (mala opinión por ninguna opinión), suelen recordar los entendidos que los seres humanos disponemos para nuestro uso y nuestro provecho de dos grupos o tipos de palabras más o menos diferenciados. Unas son más limitadas y tienen un perfil más rígido: una silla, una calle, un coche o un hermano se refieren a cosas, objetos o situaciones bien claras y definidas, que no tienen ninguna confusión y cuyo significado a fin de cuentas en ningún caso es equívoco, de forma que, cuando las usamos, todo el mundo entiende lo mismo que se quiere decir.
       Pero, junto a estas, hay otras palabras que se refieren a realidades mucho más complejas y encierran una carga de significado no tan simple como las anteriormente citadas. Son palabras que, usando términos militares, podríamos calificar de grueso calibre. Amor, bueno, bello, verdadero son algunos ejemplos de estos términos cuyo uso queda muy lejos de un sentido unívoco y unidireccional. Estas son palabras tan cargadas de fuerza que requieren un esfuerzo constante para construir y reconstruir su significado y su contenido. Son palabras que en realidad necesitarían ser precisadas por el que las utiliza porque es obvio que, apurando y afinando un poco, no significan lo mismo para todos. Y la paradoja está en que, siendo tan difíciles de definir, sin embargo nos son tan imprescindibles para entender, explicar y justificar nuestra vida y la de los demás.
       Decía Fray Gerundio de Campazas, aquel personaje de novela que se ocupaba en echar sermones sin saber muy bien lo que decía, que las palabras, al ser imágenes de lo que representan, deberían escribirse de acuerdo a su significado. Y así monte, por su tamaño, debía aparecer siempre en mayúsculas y pierna o pata según: referida a una mosca, minúscula pero a un elefante tendría que ser escrita en mayúscula. Y así, a todas estas palabras de tan grave peso les corresponde la mayúscula. La contrariedad que encierran es su condición de representar un modelo del mundo y un intento de explicación de la vida, siendo tan imprescindibles tanto para los usos públicos como para los íntimos y al tiempo tan quebradizas y tan evanescentes. Y que, al ser de balde, las venden dondequiera, como se lamenta Celestina.

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