Mandar es prohibir


      No hace falta ser un experto en historia para saber que los Reyes Católicos tenían multitud de problemas de alto alcance político y de importancia extrema. Bien, pues a pesar de ello siempre tenían un hueco para ocuparse de la vida cotidiana de sus súbditos, de aquellos detalles que podrían contribuir a la felicidad de la gente en los enredos de cada día. Y así, por ejemplo, además de la famosa pragmática en las que, a demanda de una mujer catalana, establecía el número máximo de “usos del yacer” en una noche, estaban tan preocupados de que la gente no se endeudase más allá de lo razonable que dieron una ordenanza en la que establecían en Galicia el número máximo de personas a las que una familia podía invitar a la fiesta: “no sean osados de convidar ni llamar, cuando hubieren de casar sus hijos o hijas, o recibir bautismo... sino solo parientes del tercer grado. Y para el bautismo no vengan salvo los compadres y comadres y otras personas hasta seis personas... y no coman ni beban salvo un día no más”. Y para evitar complicaciones, los interesados llamaban al alcalde para que comprobara el buen comportamiento, lo que se hacía “revisando en las cocinas el tamaño de las ollas y deducir así si incumplían o no lo ordenado”.
      Pero no se crea que éstas fueron de las primeras normas de costumbres derivadas del poder. Dos siglos antes, por referirnos a nuestro país y dejando a un lado a romanos y visigodos, ya las Partidas de Alfonso X el Sabio prohibían un montón de cosas, por cierto a los religiosos la asistencia a los espectáculos en los que se “lidian con bestias bravas por dineros que les dan”. Este monumento jurídico, que ha llegado a estar vigente hasta el siglo XIX en algunas partes de América, contiene prohibiciones que van desde que los barberos tienen que “raer y afeitar a los hombres en lugares aparatados y no en las plazas por donde andan las gentes” no sea que puedan recibir algún daño hasta aquellas actividades que hacían los infamados, es decir, cosas que no se deben hacer.
      Hace un siglo aproximadamente Azorín escribía que “en España el vocablo mandar ha sido siempre sinónimo de prohibir: nuestra política secular puede resumirse en las prohibiciones y en las expulsiones. Español que no prohíba algo, bien en su casa, bien en un Concejo o bien en las esferas más altas de la burocracia, no es un español castizo… en los siglos pasados cuando un habitante de España no podía vestir a su talante, ni poseer tales o cuales muebles a su gusto, ni... ni... llevar el pelo peinado a su gusto”.
      No es por ello sino una tradición larga y bien consolidada que los diversos poderes, tanto civiles como eclesiásticos, han ejercido sus dominios, legítimos o no, con la práctica permanente de las prohibiciones que se basan en una antropología y una opinión muy negativa y pesimista sobre el ser humano. Un ordeno y mando que tratan de justificar en una aparente moral basada en diseños teóricos de lo que debe ser y que no tiene en cuenta los aspectos humanos. Y para colmo en su osadía difícilmente justificable, llega a reglamentar torpemente hasta los rincones más íntimos y privados de nuestra casa y nuestro cuerpo.

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