La
envidia es un valor de dos caras que unas veces salta ruidosamente a plaza
pública con discursos morales y reproches para unos y para otros, y que en
otras oportunidades se esconde para comportarse como un contrapunto que maneja
los hilos de la cultura de este tiempo. De esta manera es la referencia que
vive agazapada en los entresijos de la sociedad competitiva que todos tratamos
de vender como el motor último de la civilización de que disfrutamos. En esta
segunda acepción se convierte en el factor determinante de la movilidad y los
cambios sociales, y en el ideal del igualitarismo, una propuesta que todos los
grupos políticos y de pensamiento dicen defender.
Porque
se la vio como una construcción ética llena de aspectos negativos, en las
épocas antiguas siempre tuvo mal cartel. Todos los moralistas de cualquier
signo lanzaron sus dardos sin misericordia contra lo que creyeron que era un
grave inconveniente para alcanzar la virtud moral de la convivencia y un
obstáculo para desarrollar la fraternidad, el respeto, el amor al prójimo, y la
camaradería espontánea y sincera entre todos los miembros de una comunidad.
Epicuro aconsejaba que no hay que envidiar a nadie pues los buenos no son dignos
de ello y los malvados, cuanto más prosperan, mucho más se corrompen a sí
mismos. Marco Aurelio le llama pasión vergonzosa. De Quevedo es fama aquello
que dijo que la envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come, y
Unamuno asegura que este vicio es propio de sociedades rutinarias y
conservadoras. Se puede decir que no ha habido autor literario más o menos
enganchado en el discurso moral que no haya lanzado condenas y diatribas contra
la envidia, como producto de la falta de solidaridad o de comunión entre los
hombres.
Hoy sin
embargo los nuevos motivos que impulsan a las sociedades abiertas, propias de
la cultura occidental, han traído a la actualidad social y política una moderna
concepción de la envidia que únicamente puede entenderse desde una nueva
mentalidad. Fernández Flores había dicho, en una broma muy conocida, que los
siete pecados capitales, entre ellos este, son los motores que impulsan al
mundo, ya que una sociedad en la que ninguno de ellos existiese acabaría sumida
en la inacción y la muerte de toda iniciativa social. Pero lo que fue sólo una
parodia, hoy se entiende como algo válido que anida en el esquema de nuestros
valores. La envidia, dice Enrique Gil Calvo, es la tensión ética que enciende
la movilidad igualitaria. Por ello, actúa como el regulador de la ambición y se
convierte en un sistema de control social.
Lo que se trata de saber es, en una
sociedad abierta como la nuestra, qué tipo de valor es la competitividad, si
moral, o político, o económico o social y qué ingredientes la componen. Dentro
de ella, si la envidia es un rasgo capital de los españoles y a su vez el motor
del igualitarismo, no se entiende que en España tendamos a consumir todas las
energías en destruir al adversario y ninguna en aventajarle. Porque así ni
hacemos ni dejamos hacer, y el resultado puede acabar siendo una sociedad de
resentidos, incapaces de construir desde el estímulo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario