Como apareciera el filósofo M. Kant


      Como se sabe sobradamente por experiencia propia y ajena, lo importante en la vida, hablando de portarse bien o mal, no es tanto ser bueno cuanto estar uno convencido de que realmente se es así. Lo que nos interesa las más de las veces no es tanto ser buenos cuanto poder dormir sin remordimientos morales, es decir, convencidos de que, ¡faltaría más!, estamos en el pelotón de los buenos, de los que tienen un comportamiento éticamente correcto. Es lo que, dicho de otra manera pero con idéntica acepción, significa tener la conciencia tranquila, un estilo de vida que últimamente está tan de moda en los medios de comunicación y hasta jugando un extraordinario papel en la política española en sus más altos niveles.
     Y no es este propósito de asegurarnos un sueño relajado y evitar las pesadillas de fantasmas acusadores algo baladí e intrascendente sino un componente fundamental de la autoestima, condición tan necesaria para vivir como el aire que respiramos. Ya manejamos suficientes medios y estrategias para conseguirlo: “que la culpa ha sido de los demás o del ambiente o de vaya usted a saber qué pero desde luego no mía”. O, sencillamente, que nuestra conducta ha sido correcta, y no hay que darle más vueltas al asunto. Vamos, que nos hemos comportado como nos corresponde, como nos es propio y adecuado, que hemos hecho lo que teníamos que hacer. 
     Hay sin embargo, como ocurre a la hora de formular un diagnóstico o revisar cómo funciona algo, un protocolo muy relevante que dejó dicho hace un par de siglos uno de los filósofos más importantes de la historia, el alemán Manuel Kant. Decía este sabio, que a la hora de buscar criterios para averiguar si algo que hemos hecho, o vamos a hacer, es bueno o malo, moral o inmoral, este es esencial: “Obra de tal manera que tu comportamiento pueda convertirse en norma universal”, es decir, pregúntate qué pasaría o qué consecuencias se derivarían si todo el mundo se comportase de la misma manera que tú lo estás haciendo. Lo decimos muchas veces en la vida de cada día cuando observamos que alguien está causando un estropicio: “si todo el mundo hiciera como tú, apañados estábamos”.
      Pues nada, a aplicarnos el cuento: si tener la conciencia tranquila es justificación suficiente para permanecer en el puesto, aprovechemos el criterio kantiano de convertir en universal esa regla y pauta de conducta y veremos qué ocurre. Fácil es imaginar que prácticamente nadie se sentiría moralmente obligado a marcharse porque ¿cuánta gente es consciente de haberse portado mal con la infinita serie de excusas que podemos darnos a nosotros mismos? Hay efectivamente casos, reconoce Castilla del Pino, en los que, a pesar de que la vivencia de la culpa sea una norma sociológicamente de todos, no cuenta, sin embargo, para la singularidad de una persona. Aplicando esta dura pregunta, la escena se repetiría una y mil veces: “¿dimitir yo?”, respondería cualquier responsable público ante esta demanda, “¿dimitir yo?,  ¿por qué, si tengo la conciencia tranquila?”. Pues ancha es Castilla. Claro que a lo mejor algún timorato impío decide marcharse. Que gente rara la hay por ahí.

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