Contaba Plauto, un autor latino de
comedias, que había oído referir a Antífanes, otro comediógrafo, en este caso
griego, que en cierta ciudad, cuyo clima era extremo y los hielos chocaban con
el vaho que arrastra lo dicho, las palabras se helaban por el frío inmediatamente
después de ser dichas y que, después, desheladas, los habitantes de esa ciudad oían
en verano lo que habían dicho en invierno. ¡Menuda tortura! Porque aunque a
alguno pudiera favorecerle el retraso por la razón que fuera, que siempre está
el listillo que aprovecha cualquier tropiezo de la naturaleza, terrible
tormento y suplicio, comenta, el de esta pobre gente siempre obligados a
aplazar de manera inexcusable la comunicación de sus afanes, sus pesares y, por
supuesto, de sus alegrías. El desfase, claro, está en los ritos que nos llegan
con el paso de las estaciones.
Tiene el ser humano la fatalidad o
la fortuna de no poder hacer cosas si no las convierte en rito. Tal vez sea la
pereza innata de no sentirse forzado a andar inventando a cada instante, o el
temor al riesgo del camino no trillado ni comprobado previamente, o, a lo
mejor, la experiencia acumulada de que quien se ha aventurado al azar ha
encontrado más inconvenientes que ventajas. Porque, en cuanto se generaliza una
actividad y se hace propiedad común, acaba transformándose en un conjunto de
modos, y sobre todo de frases, a los que es imprescindible acogerse si no se
quiere acabar siendo maldito. Sin embargo a veces le asalta a uno la duda de si
todo este montaje será verdad o simplemente un producto de la imaginación.
¿Existe verdaderamente el verano?, ¿es cierta la existencia de la sombrilla en
la baca, las caravanas de coches, los saludos forzados a la orilla del mar, la
ropa de playa y la de la tarde, la convivencia en veinte metros cuadrados,
suegros incluidos, y la crema para la piel?
Más sencillo era el verano hace más
de veintisiete siglos y más feliz porque “cuando el cardo florece y la
cantarina cigarra, posada sobre el árbol, hace sonar su dulce canto sin
interrupción bajo las alas, entonces son más pingües las cabras, el vino mejor,
las mujeres más lascivas y los hombres más débiles” o, al menos, eso dice
Hesíodo, un poeta griego de entonces, que recomendaba durante el verano el
rito: “Bebe vino rojizo sentado en la sombra, habiendo saciado el corazón a
gusto, vuelto el rostro al refrescante viento y de una fuente que corra y se
desborde, de agua limpia, derrama tres partes de agua y echa la cuarta de vino”.
El problema de las palabras que se deshelan en verano es que corren el
peligro, a su vez, de derretirse por el grave contraste de temperatura entre el
momento en el que fueron pronunciadas y este en el que vuelven a la vida. Por
más que sea una tradición muy bien afirmada la creencia de que la vida
primitiva se toma un descanso en verano, lo que se llama, en argot rural, la
dormida de Agosto. Pero ¡ojo! “estando aún mediado el verano, enseña a tus
esclavos que no siempre es verano, que hay que ir haciendo cabañas”, recuerda
también Hesíodo. Y menos mal, con todo este lío, que Antífanes dice que todo es
una broma. Aunque en un caso así ¡vaya usted a saber!
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