Hubo un tiempo, hace unos
veinticinco siglos, en que la gran superpotencia cultural era Grecia. Su
patrimonio tenía tal magnitud que, cuando fue conquistada por Roma, el imperio
acabó asimilando todo su pensamiento y su interpretación de la realidad, hasta
el punto de que el poeta Horacio llegó a decir que “la Grecia conquistada había
conquistado al vencedor”. Grecia representaba, naturalmente dentro de sus problemas
domésticos, una civilización sólida y consistente. Habían inventado la
democracia y resonaba por todas partes el nombre de sus filósofos y los
descubrimientos de sus científicos. Y la
belleza de sus escritores.
Ocurrió sin embargo que (como se dice,
entre todos la mataron y ella sola se murió), precisamente en el momento en el
que empezaba a dar signos de decadencia y agotamiento, fue cuando Alejandro
Magno decidió cambiar los parámetros dominantes y crear un imperio de los que
quedara perenne recuerdo, determinación que traía consigo el final de una
manera de vivir, de entender el mundo y de una manera de ser auténtico y feliz.
Bien es verdad que él mismo pretendió extender por el oriente el modelo de
conducta griega pero ya no fue igual. A pesar del testigo de los romanos, ya
empezaron a ser otros los modelos de vida, la organización de la sociedad, los
modos económicos y las relaciones entre unos y otros. A la gente que vivía por
aquellos tiempos, el mundo se le había venido encima pues el conjunto de sus
creencias se desmoronaba poco a poco. Ya nada era como antes había sido y se
alumbraban nuevas costumbres y usanzas.
Puede que, al hilo de esta
descripción de lo que pasó, a más de un lector de estas líneas le esté sonando
como si fuese una crónica de lo que ocurre ahora. Y no solo por la crisis, que,
entre otros datos, ha sustituido el nombre del general conquistador y está
estableciendo una nueva forma de vida, nuevas tablas de derechos, nuevos
requisitos de subsistencia, y nuevos pensamientos en tono a la supervivencia,
sino por otros elementos vitales que están proporcionando novedosas ideologías,
formas nuevas de familia y otros formatos de esperanzas. Es verdad que a cada
generación y a la mayoría de la personas, sobre todo según van siendo mayores,
les parece que la época en la que le ha tocado vivir es un período de crisis,
de dudas, de deterioro de los llamados principios pero estos tiempos sí que es
seguro que andan algo revueltos.
¿Qué hacer en esta tesitura? ¿Cómo
manejarse cuando domina la inseguridad? El gran filósofo español Emilio Lledó
lo sintetiza en estas tres preguntas: “¿Cómo vivir?; ¿qué buscar?; ¿qué
conseguir?”. Los filósofos de entonces propusieron una salida que
parece razonable: apoyémonos, nos dicen, en una ética o una moral de
emergencia, es decir, mientras andamos con dudas e incertidumbres, vayamos
dando pasos prudentes y precavidos sabiendo que todo es provisional hasta que
tengamos el diseño completo de lo que pasa y lo que hay. De la misma forma que,
cuando estamos de obras, dejarse de grandes y definitivas teorías y buscar la
felicidad, la serenidad y la justicia en cada paso que se tome. Sin más
pretensiones.
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