El barbero que salió huyendo


      La inquietante y amenazadora pregunta de quién supervisa a los supervisores, quién vigila a los vigilantes no solo sigue vigente a día de hoy sino que a ratos parece resurgir de forma virulenta en nuestra, a lo que parece, pobre estructura democrática. Una pregunta cuya respuesta tiene consecuencias de todo tipo y condición, consecuencias metafísicas, físicas, morales y sociales. La cuestión de quién enjuicia a los enjuiciadores o quién controla a los controladores, desde el punto de vista de la filosofía es una paradoja de difícil solución pero, desde la perspectiva de la praxis política, un indicador concluyente y terminante del nivel democrático de una sociedad.
       La discusión hace mucho que se propuso pero fue el filósofo matemático Bertrand Russell quien la hizo tan famosa que algunos la narran como un cuento oriental: en un pueblo de las Grandes Montañas había un sultán muy preocupado porque sus súbditos no tenían toda la higiene necesaria y decidió corregir la situación empezando por la barba. Así publicó un edicto con dos artículos en los que, bajo amenaza de muerte, ordenaba: todos los hombres sin excepción tienen que cortarse la barba; y, para garantizar que las cosas se hacen como debe ser, nadie podrá afeitarse a sí mismo. El barbero, al que algunos ponen el nombre de As-Samet, recibió como un don del cielo lo dispuesto por el sultán pues le aseguraba una ganancia fabulosa. Pero lo curioso del caso es que al día siguiente del edicto desapareció del pueblo y ya no hubo quien lo encontrara. ¿Por qué esa huida?
        Una paradoja es una aseveración inverosímil o absurda, que se presenta con apariencias de verdadera. Ésta, la “del barbero” o de B. Russell, que así suele llamarse y que tiene múltiples versiones, técnicamente se plantea de esta manera: el conjunto de todos los conjuntos que no son miembros de sí mismos ¿es un miembro de sí mismo? ¿Puede un conjunto contenerse a sí mismo? El conjunto, por ejemplo, de todas las cucharillas no es una cucharilla. Pero vitalmente, que es lo que nos llega al alma, lo que establece es la situación sin salida que se le presenta al barbero, que, bajo pena de muerte, por una parte ha de cortarse la barba como todos pero, por otra, no puede hacérselo a sí mismo. Morirá de todas formas y la disposición no podrá cumplirse. Bertrand Russell cuenta en su autobiografía que estaba tan abrumado por las implicaciones de la paradoja no solo para la lógica sino también para la matemática y para el lenguaje corriente que le pareció que el mundo se derrumbaba y, durante semanas, apenas pudo comer y dormir. Y que a su colega G. Frege le produjo “estremecimientos aritméticos”.
      Como estamos viendo estos días de manera escandalosa, en nuestro país, como en las Grandes Montañas, el barbero puede afeitar a todos menos a sí mismo. La paradoja de Russell describe que entre nosotros asegurar la probidad de intenciones y la honradez de los barberos que se afeitan a sí mismos lleva a la vida pública por unos caminos cegados e inviables y sin futuro. Y que nuestra energía democrática es aún tan insuficiente e incapaz que, como a As-Samet, ofrece escasas salidas. 

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