Tres
elecciones en un año, cuatro en algún caso, han producido un nivel de
participación escasa y ridícula, impropia. El número de los que tuvieron a bien
acudir a votar el domingo pasado es muy significativo por bajo, nimio y exiguo.
¿”Cansancio del electorado”, como afirman algunos comentaristas de alto ingenio
y maravilloso conocimiento de la vida social y política?, ¿cansancio de qué
tipo?, ¿tal vez de tener que desplazarse desde su casa al lugar de la votación
con el consiguiente desgaste físico?, ¿o se refieren al agotamiento intelectual
de los análisis que ha de llevar a cabo el elector tratando de averiguar los
beneficios y los perjuicios que acarrea cada una de las alternativas que se le
ofrecen?, ¿cansancio afectivo por las emociones que suscitan los candidatos?,
¿cansancio de haber votado tres o cuatro veces en trescientos sesenta y cinco
días?, ¿cansancio cuando se nos ofrece la posibilidad de mostrar alguna preferencia
de afirmación política?
Pero ¿no habíamos quedado en que el sistema
vigente en las sociedades modernas adolece precisamente de lejanía respecto a
los ciudadanos y de insuficiente nivel de participación?, ¿no hablan los
expertos de que “se está extendiendo el escepticismo acerca de la eficacia de
la democracia y su capacidad de representar a los ciudadanos por el hecho de
solo votar”?
Claro
que los ritmos temporales de las elecciones constituyen un componente
definitivo sobre su sentido y significado. Y, siendo así, cuatro o cinco años
es el cómputo que se ha generalizado y extendido de manera convencional. Pero
podríamos pensar en sustituirlo por otros tiempos y otros contenidos. ¿Por qué
no cavilamos si buscar otros plazos y otros períodos? Por ejemplo, podríamos
plantearnos que se realizasen cada treinta años, duración que Ortega y Gasset
considera el de una generación. Puede que, analizándolo con calma, apreciemos
dos ventajas la mar de interesantes. La primera, evitar que el electorado se canse.
Con una distancia así habrá incluso hasta un afán de novedades, que decían los
antiguos, una especie de síndrome de carencia que seguro llevará a todo el
mundo a las urnas. El segundo beneficio es que los candidatos elegidos, con un
horizonte tan distante, se transformarán de manera automática en “políticos de
Estado”, al estilo de la muy vieja, por antigua, reflexión que se atribuye a
Harry Truman, presidente de los EEUU de 1945 a 1953, cuando decía que la
diferencia entre un político y un estadista es que el primero piensa en la
próxima elección y el segundo, en la próxima generación. Uniendo generación y
elección, todo resuelto.
También es verdad que podría ser muy interesante votar
cada día o, como mucho, cada semana. De esa manera estableceríamos de hecho la
agenda de la acción política y podríamos opinar sobre cualquier asunto, desde
el horario de la grúa hasta el protocolo para recibir a los embajadores que
acuden a presentar sus cartas credenciales. De todo. Lo que pasa es que sería,
eso sí, muy fatigado, demasiado. Atractivo pero muy cansado, muy cansado. (Las
“otras” razones para no votar pueden quedar para otro día).
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