Lo anunciaba hace un tiempo “La
Codorniz”, A España, aseguraba, le espera un gran futuro pues “aún ha de pasar
por el siglo XVIII, XIX y XX”. Bromas aparte, que son buenas porque estimulan
el espíritu, es obvio que hoy ya no valen aquellos testimonios de hace un par
de siglos, como por ejemplo, de que “en España no hay quien no sepa que se ha
de morir de hambre como se entregue a las ciencias”, que dijo Cadalso en las
“Cartas Marruecas”; o que nuestras universidades, mientras estén dominadas por
el espíritu de la pura teoría, jamás prevalecerán en ellas las ciencias experimentales,
que aseguraba Jovellanos en el Informe sobre la Ley Agraria; o que en Europa se
ocupan de estudiar el corazón de un carnero para ver cómo funciona la vida, al
tiempo que nosotros seguimos hablando de especulaciones abstractas de que se
lamentaba el padre Feijoo. Hoy no son aplicables de ninguna manera a nuestro
país estos juicios de valor. Lo que ocurre es que de vez en cuando nos llega un
aluvión de ventisquero rancio, añejo y anacrónico, que choca con la realidad
vital democrática, moderna y desarrollada que, con sus altibajos como todo en
la vida, estamos viviendo.
La especie humana, en su progreso
biológico y social, ha ido dándole cada vez más autonomía funcional a lo que en
principio eran puras necesidades de subsistencia como especie y como personas.
Por eso hoy, de acuerdo con el dicho de que bebemos sin tener sed y demás,
hemos encontrado un sentido superior y una jerarquía de valores y derechos en
lo que solo era la propagación de la especie. Así hemos demonizado
comportamientos imposibles y estimulado conductas humanas, como es el caso del
matrimonio homosexual. Ya sabemos que la implantación de formas nuevas de vida
es una realidad compleja y complicada, que los usos sociales y las creencias,
alimentados durante siglos, no pueden ahogarse, transformarse ni eliminarse de
pronto y tampoco relativizarse imágenes que han sido consideradas tan
reprobables. Pero la dificultad de asumir nuevas realidades sociales, pues las
teorías personales están más arraigadas en lo sensible que en lo racional, no
debe estar reñida con la renuncia a lo que es un mayor respeto a la
sensibilidad y racionalidad humana. En todo caso a nadie se obliga a nada.
Resulta sorprendente que, cuando va
aumentando el número de países que reconocen esta realidad humana, haya quien
intente retroceder en el tiempo. Y lo
curioso es que en este avance en los derechos, como los otros de igual calado e
importancia en las instituciones sociales y familiares, que comenzó en Europa,
han temido presencia significativa los partidos liberales y conversadores que,
si no han protagonizado la iniciativa, no la han derogado al llegar al poder.
Pero la verdad es que, mientras
andan nuestros conservadores enzarzados en la constitucionalidad o no y en si
lo mantienen o lo prohíben, en el Reino Unido es precisamente su
correligionario David Cameron el que lo va a proponer, dice, porque cree
firmemente en el matrimonio. A veces da la impresión de que, como decía el
padre Feijoo, algunos querrían que los Pirineos llegasen hasta el cielo.
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