Ciertos poderosos


       Cuando Quevedo sacralizó la tríada amor, que no amoríos, dinero y poder, (en los versos de “madre, yo al oro me humillo, / él es mi amante y mi amado” para terminar en lo de “poderoso caballero / es don dinero”) no estaba sino reconociendo el escenario realmente humano, el de cada hora y el de todos los días y todos los momento, el de siempre desde que hay seres vivos sobre la Tierra. Porque la realidad es que no hay vida sin poder. En cuanto dos se juntan, bien con razones o cualquier otro medio, ya manda uno sobre el otro, uno dispone y otro obedece, uno decide y otro acata lo decidido.
      Descrita de esta manera la situación, la pregunta que en seguida suscita la curiosidad es si cabe un cambio de papeles o el reparto de jerarquías es siempre el mismo. Es decir, si hoy mandas tú pero mañana me toca a mí o, por el contrario, el que coge el poder ya no lo suelta, pase lo que pase. ¿Hay algún poder que no se pueda perder, que sea para siempre y de la misma manera? ¿En qué condiciones? Max Weber, un filósofo alemán a caballo entre los siglos XIX y XX, que dijo que el poder es no es más que la capacidad de predecir la conducta ajena, explica que de este hay tres tipos. Uno, que le viene a la persona por su carisma, su atractivo, su personalidad; en otros casos ejerce el poder a quien le corresponde por tradición, por costumbre. Estos son dos tipos de poder naturales. El tercero, el que se adquiere de acuerdo a las normas, sean estas las que fueren incluidas por tanto la fuerza, es muy diferente de los anteriores. Su característica principal es que es siempre un poder sobrevenido, que se tiene que ganar mediante un esfuerzo específico, por lo que, por más apariencia de firmeza que tenga, siempre es débil, presenta un rincón por el que le puede entrar la derrota. 
         Los poderosos, cuando han conseguido el poder o lo ejercen de manera abusiva se convierten en despóticos. Entonces son seres muy simples, de línea recta y camino sin recodos y sin curvas. Por eso aplastan a quienes no calculan con acierto la trayectoria que van a seguir y no saben apartarse a tiempo. Margarita Rivière dice que hay hombres que no se conforman con serlo sino que le echan un pulso a la idea de divinidad, el gran poder eterno… quieren mandar en todo, a todas horas, sobre todos, en todas partes, sin resquicios ni treguas… creen poseer la verdad. Lo que ni los dioses se atrevieron nunca, que siempre hablaron de convencer a los humanos. 
        Esos poderosos lo son porque tienen una plataforma, un sistema de apoyo estratégico y táctico. Una maquinaria ideológica que formula doctrinas y teorías que lo justifican y lo venden como verdad; otra, policial y represiva, que vigila la infiltración de cualquier enemigo; y una tercera, administrativa, que reparte certificados de adhesión perseverante, indestructible e inquebrantable. Y sus poseedores, que se ven obligados a ejercerlo con su corro de allegados mediante mercancías de pago ya sean prebendas, honores, miserias, platos de lentejas, escopetas de caza o besos de amantes, a veces lo pierden. Y la diferencia con los otros poderosos legales es que mueren a hierro porque a hierro mataron. Y no resucitan.

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