Hasta que se lo aprenda


      Sabemos que las palabras son seres vivos y por tanto se comportan como tales. Las palabras nacen, se desarrollan y mueren, y en el entretanto, igual que nosotros, enferman, mejoran y sanan; se ponen y pasan de moda; crecen; y son amadas u odiadas. Algunas se agotan y prácticamente desaparecen mientras que otras quizá por no haber estado nunca en el candelero lo que les evita gastarse se mantienen vigentes y sanas durante mucho, mucho tiempo. Las palabras no andan solas y sueltas por la vida sino que todas tienen un hogar, una ciudad y un ámbito de existencia. Por eso las hay propias del trabajo, del amor, la propaganda, y tecnicismos que sólo se entienden dentro de una profesión o una tarea. Si habitan en espacios abiertos y publicitados estarán muy presentes en las expresiones de la gente y gozarán de notoriedad, nombradía y predicamento. Es lo que ocurre a los términos relacionados y usados en la vida política. Al ser ésta una actividad tan presente, su lenguaje llega prácticamente a todo el mundo.
        Y es aquí como se puede apreciar la supremacía e influencia que ejerce la clase política en la formación del lenguaje de los ciudadanos como una forma de ejercer poder social. Porque no podemos olvidar que tras las palabras hay pensamientos y decisiones humanas y ello es lo que les dota de imperio y dominio. Su fuerza no está en el ruido de los sonidos o la tinta de su grafía sino en lo que llevan consigo, lo que significan. Por eso “hay que medir lo que se dice”, no sea que se diga más de lo que se quiere decir o menos de lo que se pretende. Álex Grijelmo, hablando del poder evidente del lenguaje, asegura que “sí” y “no” son las palabras que mayor poder acumulan y en el frontal de un libro precioso sobre “la seducción de las palabras”, coloca esta terrible afirmación: “nada podrá medir el poder que oculta una palabra”.
        Como ocurre últimamente de manera notoria con los “latiguillos” que tratan de justificar los desmanes que se están cometiendo con los intereses generales, que se repiten una y otra vez aprovechando todos los espacios de que se dispone para acabar creando convencimientos y seguridades. Es como aquello del actor al que el público le hacía repetir una y otra vez su personaje hasta que alguien gritó: “que lo repita… hasta que lo aprenda”. Pues así parece que se está haciendo con la opinión pública, convertida en este caso en intérprete de ficción.

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