Desde el momento en el que en todo
este lío que estamos sufriendo y padeciendo se ha instalado la culpa, ya todo
es coser y cantar para los poderosos. Una vez que los ciudadanos se lo creen y
acaban viéndolo razonable, aceptada por cada uno la parte correspondiente de
responsabilidad (“habéis vivido por encima de vuestras posibilidades y ese
pecado hay que pagarlo” es la censura aireada a los cuatro vientos), admitida
esa afirmación como una verdad indiscutible, ya valen todas las decisiones que
se tomen porque apenas serán contestadas.
Por eso resultan trágicos los medios
de que se están valiendo los poderosos para seguir su camino sin que aparezcan
obstáculos a sus designios. Vale recordar cómo, por ejemplo, el verdadero y
terrible alcance de la inquisición era el poder sobre las conciencias.
Convencer a la gente de cuál era el camino recto e indispensable de la virtud
de manera que si, incluso en la intimidad, alguna persona pronunciaba una
expresión dudosamente ortodoxa, eran sus familiares lo que se creían en la
obligación moral de denunciarlos, para evitar graves responsabilidades de
conciencia. La conciencia de culpa, venía a decir Castilla del Pino, contando
con la irracionalidad como algo habitual, se forma en dos etapas. Tras un
determinado comportamiento del individuo, es entonces cuando se adquiere la
conciencia de la responsabilidad, cuando la persona queda gravemente afectada
por la que considera su mala conducta anterior. La culpa, ya se sabe, una vez
convencido el sujeto de que ha hecho las cosas mal, se convierte en una
amargura interior de la que se desea salir cuanto antes.
Y así andamos. Encerrados en este
ambiente de delito damos por buenos los grandes números (lo que llaman la
macroeconomía y las grandes cuentas del Estado) mientras se arrinconan los
problemas de cada uno, de cada semejante, de cada individuo. Se olvida que al
final deben ser las personas las que cuentan y que el objetivo final de todo el
entramado administrativo, social y económico es el hombre, el ser humano, cada
uno de nosotros y de ellos. Se desatienden el drama y la tragedia de todos los
que se van quedando en el camino. El caso de los desahucios es paradigmático.
Solo una referencia circunstancial y general en términos económicos ha merecido
del sistema. Acaba de aparecer en los periódicos la terrible noticia de que un
hombre, al que ya habían anunciado el inmediato desahucio de una vivienda que
ocupaba, se ha ahorcado. Lo sentimos mucho, puede que alguien lo piense, pero
es el sistema, ¡qué se le va a hacer!
Una de las armas más poderosas para
crear conciencia de culpa es prometer el cielo, una vez cumplida la penitencia.
Asegurar que, una vez pagado el óbolo necesario como compensación, se llega a
la tranquilidad de ánimo que es una forma de paraíso. Lágrimas hoy, se oye
decir, para la felicidad de mañana. “Todo fueron asuntos de mieles”, dice
Maritornes, la moza de la venta a la que llegó don Quijote, creyendo ser un castillo. Lo malo es que este era
de naipes porque no pasaba de una venta de caminos. Es lo que suele ocurrir
cuando se ofrece el cielo y la felicidad que se resbalan de las manos.
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