Convencer a los otros


   Es obvio que no todas las personas nos comportamos de igual manera cuando nos encontramos con gente que piensa de modo diferente a nuestras creencias y nuestras certidumbres. Sea de un asunto baladí o sin trascendencia, sea de cuestiones de la máxima importancia, pocas veces coincidimos  del todo  en el pensamiento y la opinión de los demás. Más aún, lo normal es que haya al menos matices personales, puntos de vista, de uno que los demás no comparten o en los que no coinciden. Y es en esas condiciones como reaccionamos de manera diferente unos y otros.
       Algunos, o muchos, convencidos de que tienen toda la razón del mundo y de que además pueden convencer a los discrepantes, intentan aplastar al otro  con toda clase de argumentaciones y discursos. Desde aquello tan antiguo de si estás gordo por no discutir y que no será por eso hasta lo de la letra con sangre entra, desarrollado desde versiones escolares a ciudadanas, utilizan lo que Savater llama la ética del combate, una estrategia que consiste en crear artificialmente una sociedad dual, en la que el objetivo acabe siendo que una concepción del mundo destruya a la otra. El fundamentalismo al fin y al cabo es esto lo que propugna, que la verdad sólo tiene una cara y que por tanto su revés es la falsedad y el engaño por lo que se trata de la necesidad de salvar como sea, incluso en contra de sus deseos, a quien ha caído en las redes malignas del error.
      Cabe una actitud más pausada, calmosa y reflexiva ante los que piensan diferente de nosotros y es lo que se llama el pensamiento compartido, es decir, tratar de encontrar puntos comunes entre todos los interlocutores para forjar un espacio conjunto que defender  juntos. El filósofo Emilio Lledó asegura que esta es  la forma en que los griegos en la plenitud de su cultura desarrollaban sus teorías: desde el convencimiento de que no hay una única verdad, a través del diálogo, contribuían a las respuestas sobre la justicia, la virtud o la belleza.
         Pero junto a los que tratan de combatir y aniquilar a los que piensan de otra manera, y a los que se ocupan de intentar convencerlos incluso por el procedimiento de compartir su pensamiento, también hay gente que en absoluto desea sacar a nadie de sus convicciones, gente que o bien entiende y acepta de verdad que cada uno es libre de pensar lo que considere razonable y cree que ese derecho es inviolable; o bien desconfía de la utilidad del esfuerzo en convencer a nadie, que piensa que es totalmente inútil. Aunque el ruido de la calle de otra impresión, es especialmente frecuente es esta opción, la de creer que es tarea innecesaria por improductiva la de convencer a otros, salvo que  naturalmente se trate de asuntos de nula o escasa relevancia, en los que ya median otras reglas y otras actitudes; que arrastrar mediante la emoción y la pasión es posible y hasta razonablemente fácil pero no la transformación del pensamiento. A lo más quienes adoptan esta actitud esperan que un milagro envuelto en un sueño, como el de don Quijote de la Mancha, les haga entender a los demás que ya no son sino simplemente Alonso Quijano, a quien sus costumbres le dieron el renombre de Bueno.   

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