Prohibir la feria


    Pues sí, aunque parezca mentira, hay gente que no va a la feria, ciudadanos que no participan ni se integran en esta práctica colectiva, corporativa y ceremonial. Los motivos de esa ausencia pueden ser múltiples: que otras ocupaciones o intereses les alejen del ambiente festero general; que no les seduzca ni se sientan vinculados; o que les sea de aplicación la vieja doctrina sevillana, hoy por la crisis convertida en universal, de que la feria consiste en ver cómo media Sevilla se divierte viendo cómo se divierte la otra media. Pasa lo mismo con prácticas similares en cuanto a su estructura y organización, como la Semana Santa y otras de la misma índole, que siempre hay disidentes que se alejan de lo mayoritario. (Aunque también hay que reconocer que algunos de estos festejos tienen más de ruido que de nueces: una simple fotografía en el periódico es suficiente para descubrir cómo es más el imaginario y que en realidad son cuatro, o un par de docenas, los que andan metidos en ellas).
      Son estas por lo general actividades sociales, que se pretenden de totalidad, porque llenan de contenido a una colectividad y tratan de orientar la actividad general en un sentido y una única dirección. Lévi Strauss, el famoso antropólogo, demostró que las superestructuras, es decir las teorías que acompañan y tratan de justificar el rito de cada festividad, funcionan como una manera de reconocerse e identificarse a sí misma la comunidad en la teoría y en la práctica. De ahí la anomalía racional de los cismáticos. (Aunque bien es verdad que para un sector joven ya se han pedido las identidades singulares de cada festividad pues todo funciona, se celebre lo que se celebre, como puro e idéntico botellón).  
      El problema se plantea desde luego cuando no solo avasallan a todos los miembros de la colectividad sino que se imponen de manera directa y sin ninguna cortapisa. Es lo que ocurría en el régimen anterior cuando, por ejemplo, la Semana Santa imponía obligatoriamente  un estilo único de vida, desde la televisión, por entonces única, o las emisoras de radio que no dispusiesen de autonomía hasta el “niño, no se puede cantar que es Viernes Santo”, que los padres lanzaban a los hijos pequeños. Menos mal que algunas de estas actividades que se presentan como de totalidad son solo temporales, incluso pasajeras o efímeras, aunque por su propia consistencia interna traten de arrastrar a toda la comunidad. Lo peor es cuando se desarrollan a lo largo de toda la vida. 
      Alguien, que se lamentaba en una ocasión de cómo el carnaval, a pesar de todos los apoyos públicos y privados y de la aceptación popular de que disfrutaba, no llegaba a ser de explosión social, defendía la teoría de que el único procedimiento salvador de la fiesta era prohibirla. En ese caso era seguro que una reacción ciudadana exigiendo sus derechos y libertades la colocaría en el centro de atención pública. De acuerdo con esa estrategia, si los poderes públicos quisieran potenciar o fortalecer tanto la feria como cualquier otra actividad colectiva de totalidad, tienen a la mano el remedio: prohibirla. La rebelión ciudadana hará el resto.

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