Aunque aún quedan puntos oscuros por aclarar,
los paleontólogos aseguran que perdimos el pelaje, que siempre tuvimos, hace un
millón largo de años. Nuestros antepasados, una vez que empezaron a moverse por
la sabana, necesitaron liberarse de los parásitos (pulgas, garrapatas…) que les
infectaban y vieron que esa era la mejor solución. La existencia de un gen
relacionado con el color de la piel les ha dado pistas suficientes para situar
este acontecimiento. Sin embargo mucho tiempo tardaron en colocarse encima
pieles o lo que hoy llamamos ropa: se calcula que esto debió ocurrir hace 60 o
70.000 años. En este caso han sido los piojos los que han facilitado la
información: la aparición de uno de los tres tipos que hay, los del cuerpo, que
se aferran a la ropa han dado la pista a los científicos para determinar
aproximadamente esa fecha.
Se desconoce si en el intervalo los jefes
llevaban una pluma en la cabeza para mostrar su rango pero lo que sí parece es
que casi desde el principio la indumentaria supuso un sistema de signos para
explicar el nivel jerárquico de unos y otros en el grupo, y marcar la categoría.
Como al sexo, la comida o la bebida, al vestido le ha ocurrido lo que los
sicólogos llaman autonomía funcional, es decir, que, siendo actividades cuya
finalidad es en principio atender una necesidad (la propagación de la especie,
el hambre o la sed) la cultura y la civilización les han adjudicado otras
funciones más complejas y humanas. Así el ejercicio del sexo tiene otras
finalidades placenteras y sociales
diferentes de la procreación, y asimismo comemos y bebemos en multitud de
ocasiones sin tener hambre o sed, simplemente por el placer de lo que algunos
ya consideran un arte.
Esta autonomía funcional aplicada al vestido
significa que de lo que en principio se trataba, que era simplemente cubrir una
carestía, acabó siendo un lenguaje, una expresión social, un sistema de
comunicación y un montón de cosas más. Sin exagerar demasiado, el vestido
entendido en toda su amplitud encierra los cuatro tipos de lenguaje que describía
Desmond Morris de información, sentimiento, reconocimiento y de cortesía. A los
enemigos en una batalla les reconocemos no por haber discutido antes con ellos
sobre los asuntos que nos separan, sino sencillamente por el traje y no nos
atreveríamos a acudir a una boda en pijama no al trabajo de payasos.
Dándole una importancia que
originariamente no le corresponde, el vestido se ha convertido, además de en
una facilidad rutinaria para no tener que andar pensando en cada momento qué
tipo de atuendo hay que llevar según lo que vamos a hacer, en un enemigo que
nos esclaviza y nos lleva a situaciones límite del todo lamentables. A pesar de
ser algo muy simple, le hemos adjudicado tanta carga de simbolismo que de
significado ha pasado a significante, a objeto valorable en sí mismo. Como
consecuencia, nuestra inteligencia de humanos, que nos ha permitido disfrutar
de un lenguaje inventado con la ropa, al mismo tiempo nos ha esclavizado hasta
un punto totalmente irracional que ha acarreado, y acarrea, sangre, crueldad,
tormentos y muerte. Una locura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario