Aunque
vaya contra nuestra intuición y nuestra manera natural de ver las cosas, sería
bueno recordar precisamente ahora la realidad de la vida y del universo: que,
montados en esta pobre barquilla mía, (que más parece “entre peñascos rota /
sin velas desvelada / y entre las olas sola”), en realidad sobre este vehículo,
que es la Tierra, cabalgamos de un lado para otro permanentemente viajando. Que
si los movimientos de rotación y traslación, que los viajes que hacen el
Sistema Solar o la galaxia en la que nos guarecemos, y las excursiones que
hacen los continentes en su deambular de una a otra pangea: a día de hoy los
continentes se están separando 1 centímetro o algo menos por año, lo que
equivale a un 1 metro por siglo. En realidad y por más que no nos demos cuenta,
vivimos como sobre una
atracción de feria con movimientos en todas direcciones por lo que cualquier
guijarro en el camino nos hace perder el equilibrio y colocarnos a punto para
la extinción (que no sería la primera).
La
intensidad del terremoto hace recordar el que el día 1 de noviembre del año 1755, a las 9,20 horas, se produjo en Lisboa con una
magnitud igual que la de ahora y que en España, incluida Córdoba, provocó al
menos más de 5.000 muertos (con más de 10.000 en Marruecos, ondas
sísmicas sentidas hasta en Finlandia y maremotos de hasta 20 m de altura al otro lado
del Atlántico). Esta vez, aunque
siempre hay profetas del Apocalipsis, no ha originado sin embargo el debate
ideológico que durante muchos años llenó el pensamiento y la discusión en el
mundo intelectual europeo. Las circunstancias que se dieron representaron para
la teología y filosofía del siglo XVIII una manifestación de la cólera de Dios
difícil de explicar.
Además de que aquel terremoto supuso el abandono de
teorías mágicas y el inicio de la búsqueda de una explicación científica al
comportamiento de la Tierra, también se resquebrajó el pensamiento filosófico
triunfante en la época que defendía que vivimos en el “mejor mundo de los
posibles”, lo que resultó evidente que era, más que un argumento filosófico, una entelequia.
Sin embargo esta vez la prueba más
obvia de que quien ha organizado el terremoto y el tsunami posterior es el
demonio del Mediterráneo que ha permitido que, incluso en boletines de noticias
convencionales, ni siquiera aparezca el genocidio de Libia. Ocupados en
aprender las claves esenciales de la energía atómica, los acontecimientos del
Magreb han pasado a un segundo plano. No es que hubiera que esperar algo de los
poderes (que ya sabemos lo que pasó con la revolución de los monjes budistas en
Birmania o la de los tibetanos contra el gobierno dictatorial de China o Gaza…)
pero, al menos, la presión de las primeras páginas de los periódicos algún
efecto habría tenido. Alguien decía el otro día que se siente una persona
profundamente optimista, pero diferente es que sabe que todas las cosas
terminan mal. Por lo que, recordando los debates ideológicos citados, cabe
hacerse la pregunta definitiva sobre el destino de la Humanidad: ¿con cuántas
vírgenes viajará el sátrapa libio cuando vuelva con su jaima a pasearse por el
mundo?
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