Esto es lo que he resuelto y a lo
que estoy determinado. Ser indeciso. Indeciso, sin contemplaciones, alharacas
ni monsergas. Ya llevaba un tiempo dándole vueltas y analizando los beneficios
e inconvenientes que me proporcionará este cambio de estado, considerando si
dar este paso o quedarme donde estoy, como uno más. Hasta que al final me he
atrevido y lo voy a hacer. Es un cambio de estado electoral. Dicho de otra
manera, pasarme al grupo de los indecisos en los procesos electivos que vayan
viniendo.
La verdad es que quiero participar e
influir de manera efectiva y real en los asuntos públicos, un deseo que
considero no solo legítimo sino moralmente apetecible. Ya decía el filósofo
griego Aristóteles que en orden a la virtud es preferible la vida de
participación en la política y en la comunidad civil. ¿Y qué tiene que ver este
afán mío de convertirme en indeciso con el de intervenir en los asuntos públicos?
podrá preguntarse un lector. Es muy simple la respuesta: de un tiempo acá se ha
convertido en un rito casi imprescindible a la hora de llevar a cabo los
sondeos previos a los resultados, adjudicar la capacidad de decidir las
elecciones a los indecisos. “Los indecisos decidirán el resultado de estas
elecciones”, se ha dicho en la última de los Estados Unidos. Los indecisos
inclinarán la balanza…, oímos una y otra vez, cuando nos echamos en brazos de
las urnas. No siempre desde luego pero sí con una frecuencia significada.
Estamos en un momento histórico en el que es muy reiterado lo que cabe
llamarse, en términos sociológicos y políticos, tiempo de sociedades partidas,
es decir, esquemas ideológicos que conducen a que el triunfo se decida por
centésimas o distancias muy cortas. ¡Pues, caramba, yo quiero ser uno de esos
privilegiados que, en su calidad de indecisos, son los que eligen a los líderes
y, por tanto, ganan elecciones.
Es esta curiosa circunstancia la que
lleva a que los candidatos echen sus últimos esfuerzos en convencer
precisamente a ellos, conocedores de que serán los que marcarán el resultado.
Es a los que se les mima, se les atiende, especialmente en los últimos días de
las campañas, a los que miran con especial cariño y atención los aspirantes al
triunfo, tratando de ganarles su voluntad y su disposición. “Los indecisos han
decidido que gane fulano de tal”… y ahí está feliz y contento porque ha vencido
casi por un resbalón a su contrincante.
Pero la verdad es que a veces,
cuando me voy preparando el ánimo y la mente para la próxima oportunidad que
salga, me voy dando cuenta de las dificultades que entraña este propósito mío.
De entrada ¿no parece una contradicción decidir ser indeciso o no decidido?
Pero lo peor es cómo se consigue. ¿Habrá algún tipo de estudios o de carrera?
Para una tarea tan extraordinaria como la de ser el que elige a los gobernantes
¿existirá algún máster o, tal vez, un ciclo formativo? Y luego, cómo se
identifica uno para poder recibir los halagos de los candidatos… Un verdadero
lío y sólo por querer ser más útil a la sociedad. Hasta me acuerdo de Metrodoro
de Quío, el filósofo que decía que ni aun sabía que no sabía nada. Un barullo.
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