Independientemente de las razones sociales, políticas o
económicas, también históricas, que propiciaron su llegada, la verdad es que,
como maná llovido del cielo, (bien es verdad que con algunos trompicones y más
de un disgusto y ciertas renuncias) un buen día cayó sobre nuestro país la
democracia. Acostumbrados a manejar en el discurso político otras claves, otras
palabras y otros conceptos sobre la organización social, de pronto le pareció a
casi todo el mundo que teníamos a la mano la solución a todas las dificultades
y a todos los embrollos que produce la compleja vida en sociedad, que no había
otro camino que recorrer. Porque consultarle a la gente si quería el sistema
democrático occidental era ejercer de hecho eso mismo que se preguntaba, lo que
nos hubiera llevado a una de las más bellas y atractivas contradicciones que
produce el organismo vivo que es la organización social.
En ese contexto y desde aquel momento la palabra
democracia empezó a citarse como modelo de virtud social, recopiladora de todos
los parámetros de la convivencia: la consideración, el respeto y la condescendencia, el ideal de la buena
armonía. Pero también en muchos casos como legitimadora de las situaciones más
diversas, arma arrojadiza contra el adversario, o procedimiento para encerrar
en el cuarto oscuro a quien no la pusiera sobre la mesa en cualquier momento.
Sin comerlo ni beberlo, de un tiempo a acá no ha habido en la jerga pública
otra palabra más usada, más exhibida y más explotada.
Pero esta circunstancia, que se ha convertido en tan
cotidiana y monótona que apenas suscita atención, encierra, al contrario de lo
que parece a primera vista, el nudo gordiano de las formas políticas que están
al uso en la civilización occidental. Como el bálsamo de Fierabrás que curaba a
don Quijote pero ponía al borde de la tumba a Sancho, para averiguar la eficacia
de cualquier ensalmo, es imprescindible conocer cuáles son sus ingredientes y
la proporción en que cada uno de ellos está dentro de la fórmula de referencia.
Y de la misma forma que en un tratamiento no basta con utilizar un producto
sino que antes hay que saber la dosis necesaria para que resulte eficaz y no
produzca efectos secundarios, sería muy conveniente una reflexión sobre lo que
significa ese concepto no sea que,
apoyados en la palabra y en la forma verbal, no se sepa muy bien qué se
está diciendo, qué significa, ni cuáles son sus límites, su alcance y sus
virtualidades.
Porque si es cierto, como dice Víctor Pérez Díaz, que los
españoles hemos incorporado las principales orientaciones culturales de la
democracia liberal y la sociedad civil, también lo es que, por ahora, la
experiencia muestra tanto las promesas como los límites de nuestra capacidad
para traducir aquellas tradiciones en instituciones razonablemente operativas.
Sin embargo su contenido, lo estamos viendo cada día, en cada noticia y en cada
declaración, es lo suficientemente complejo y profundo y por tanto ambiguo, si
no se precisa con finura dialéctica, que, al hablar de ella, corramos el
peligro de no estar diciendo lo mismo. O ni siquiera cosas parecidas.
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