Suprimir pueblos


       Con la finalidad de ahorrar, propósito que se ha convertido de pronto en el objetivo público más encomiable caiga quien caiga, ha surgido la iniciativa de reducir el número de municipios mediante la fusión de aquellos que tienen menor número de vecinos. Así, mientras no están muy lejanas las manifestaciones populares de ciudadanos que, perteneciendo a lugares de escasa demografía, luchaban, y luchan, por gozar de autonomía municipal, se va incubando un discurso contrario a esas prácticas. ¿Tiene sentido así sin más esa demanda vinculada a los dineros y al número de habitantes?
        La motivación que lleva a este nuevo planeamiento relacionado con el número de entidades locales es desde luego económico y financiero y probablemente (ese es otro asunto) nuestro país adolezca, en contra de lo propuesto por Aristóteles y por Tomás Moro, de demasiadas administraciones y excesivo número de normas y legislación. Pero la complejidad teórica y práctica de esta propuesta (lo que no significa menospreciar el asunto de los dineros) es de tal envergadura que, para ser rigurosos,  hemos de contemplar cuestiones de alto alcance nada menos que social, político, geográfico, antropológico en algún caso, histórico desde luego, e incluso ideológico. En definitiva, tener presentes las vivencias comunes de los ciudadanos elaboradas a lo largo del entendimiento y la convivencia para entender el fenómeno de la barriada, la aldea o el poblado.
            Cada pueblo, cada comunidad local, tiene una razón por la que existe, sea esta la que fuere. Puede que sostenga sobre sus espaldas una larga y antiquísima tradición de oscuro origen; a lo mejor su existencia se debe a una decisión administrativa que lo creo para salvaguarda del territorio o de los caminos; quizá haya sido el resultado de un acontecimiento histórico significativo; o que sea de aluvión, artificial y hasta artificioso, consecuencia de un acontecimiento empresarial o de una circunstancia industrial, agrícola o turística. Lo mismo da porque, al margen de la razón que originó esa unidad municipal, más sólida o más cogida por los pelos, es obvio que al final, en el trascurso del tiempo, se ha originado lo que Ortega llama el “ethos”, es decir, un sistema colectivo único de reacciones morales que actúan en la espontaneidad, un sentido de unidad. Y esto es algo muy serio.  
           No tiene congruencia lógica  por ello el principio de suprimir por absorción algunos o muchos municipios, y menos si se marca un dintel de número de habitantes. Más juicioso y discreto parece dejar a la gente que se agrupe según sus identidades menores, que sistemas de control de gasto los hay a montones. A lo mejor la historia hubiese debido tener otra trayectoria, la demografía de otros sesgo pero así fue y así ha sido. Y en lugar de tanto alarde con palabras vacías de discurso de autonomía municipal, más fácil es pararse un poco a pensar en la administración y regular, por referir un ejemplo que seguro goza de todos los predicamentos de la opinión pública, un sueldo igual para todos los alcaldes. Esta vez sí, por ejemplo, con el criterio básico del número de habitantes.

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