Estaban instruyéndose


       Aunque sin apenas alboroto, hace unos días ha causado un cierto escándalo entre gentes de diversa posición e ideología la noticia de que algunos aforados habían sido sorprendidos en el parlamento autonómico de Madrid solazándose con el popular juego llamado “apalabrados”. Y ello mientras se discutía el asunto de la privatización de la sanidad (grave y tremenda cuestión que tiene encendida a casi toda la sociedad) y ardía el hervor de la discusión. El episodio no ha pasado a mayores y, que se sepa, no han sido amonestados por sus jefes políticos ni tampoco por la presidencia corporativa: podrían haber sido advertidos, por ejemplo, por falta de decoro o respeto a la institución o algún otro pecadillo parlamentario. Al final, todo ha quedado en el ritual y rutinario pedir perdón y nada más.
       Y es el caso que, analizando la escenografía social y política de la situación, todo ha transcurrido con normalidad. En lugar de estar montando bronca, uno de los entretenimientos ejemplarizantes de muchos de ellos, éstos estaban callados, sin molestar a nadie. Más aún, el juego que habían elegido era de una alta cualidad formativa. No estaban disipados sino formándose a través de un mayor dominio del lenguaje (¿no es esa el instrumento de trabajo de los políticos?) para el día en el que les pueda tocar a alguno de ellos la posibilidad de hablar, bien dentro del partido, bien del grupo parlamentario, bien en una sesión plenaria. Su optimismo le ha llevado a esperar que alguna vez tengan que exponer lo que piensan (o lo que les impongan los que dicen qué se ha de pensar) y se preparaban para esa oportunidad. No teniendo nada mejor que hacer, porque ellos solo representan un número que, cuando corresponde y en el sentido que se le indica, aprietan una clavija, dedicaban su tiempo libre a instruirse. 
       Es el sistema. Y no quieren modificarlo. "La opinión es libre, pero la lealtad al grupo que le ha acogido es obligada", se ha dicho. En España está decidido de antemano el resultado de las votaciones. Casi podrían votar los portavoces en nombre de todos los parlamentarios del grupo y estos no tendrían ni que asistir a los plenos. ¿Para qué? Pero el atranque asoma cuando se ha de determinar el sentido del voto. Y en ese trance supremo la decisión siempre viene de arriba, un régimen aristocratizante, tributario y feudal que chirría con los valores que dice defender. ¡Una calamidad!

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