Dos posiciones antagónicas

      Menudo guirigay de palabras, gestos y doctrinas bullen y bullen a cada día y a cada rato en el mercado de las ideas y en el espacio social. Tanto que, si no fuese por el sufrimiento que está dejando, sería una buena y rica oportunidad para un autor clásico de comedias, por supuesto desabridas y agrias, que sería lo procedente.
     Pero lo trágico, lo terrible, tanto para el mundo del pensamiento como para la vivencia existencial de cada uno es que a fin de cuentas toda ese algarabía y tal bullicio se reduce a dos únicas posiciones exageradamente antagónicas entre sí. Nos están repiqueteando dos discursos sobre “lo que hay” y “lo que debe corregir de lo que hay”, que vienen a ser, como Jano, el dios que tenía dos caras mirando hacia ambos lados de su perfil, una a la derecha y otra a la izquierda. Jano es el nombre de enero y aparece, por ejemplo, en la novela de Albert Camus “La caída”, simbolizando la dualidad entre el pasado y el futuro. La dialéctica, como tantas veces ha ocurrido en la historia, está polarizada en dos trazas básicamente monolíticas, cada una con su lenguaje y argumentos.
    Pero el caso es que ambos postulados, ambas posiciones teóricas (que acaban siendo ideológicas y por tanto políticas y sociales) no mantienen una metodología parecida. Una, la que domina de manera abusiva, se limita a imponer un modo de vida determinado ineludible y forzado, del que no se puede uno sustraer porque dispone de los resortes reales del poder. Y lo justifica como único soniquete solo en su inevitabilidad y en un mundo feliz que acabará llegando, mundo del que se desconocen condiciones, diseño, cualificación y temporalidad, lo que desde la lógica científica es y casi propio de unos juegos florales. La otra posición argumenta la quiebra de lo que se está haciendo y pone de manifiesto su nula eficacia, al tiempo que coloca sobre la mesa hacia donde se están dirigiendo los disgustos y los beneficios de lo que está haciendo el poder. Pero este ni se digna contestar ni contra-argumentar.
       ¿Tan difícil es entender que cada día, cada hora o cada minuto ingresa en el ejército de los pobres una familia, un ser humano al que la vida se le quiebra de manera grave y complicada? Es una simple constatación de hechos: por lo que se sabe, en los últimos cinco años se han registrado en España más de 400.000 procedimientos de desahucio, lo que supone, de acuerdo a los sistemas clásicos de contabilidad, casi un millón y medio de ciudadanos que se ha quedado en la calle sin vivienda. Millón y medio de tribulaciones personales y desesperanzas colectivas. ¿Tan difícil es entender que si el déficit se enjugase en diez o quince años habría menos pobres, menos desahucios y menos sufrimiento? ¿Tan difícil es entender que los pobres, los desahucios y el sufrimiento están antes que nada? “De todos los derechos, el primero es el de existir. Por tanto, la primera ley social es aquella que garantiza a todos los miembros de la sociedad los medios para existir”, dijo Robespierre en 1792, según ha recordado estos días Daniel Raventós. Y ello sin echar mano a jerarquías de valores más actuales, modernos y más sagrados.

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