El enemigo no se pone


        Una de las cosas que parecen estar más claras de un buen tiempo hacia acá es que la sociedad que los seres humanos hemos construido obedece a la decisión colectiva de renunciar en mayor o menor grado a nuestros derechos y depositarlos en una autoridad común que evite que nos pisen o pisemos a los demás. Ya se sabe que las abejas, las hormigas y otros animales que el filósofo griego Aristóteles llamaba políticos dirigen sus acciones a un fin común de forma que sus comunidades estén libres de altercados y divergencias que les puedan llevar a su destrucción pero ellos, a diferencia del hombre, ni tienen rivalidad interna ni pueden firmar contratos, cosa que sí podemos hacer nosotros.
       Y el argumento que nos ha llevado a esta situación de “vamos a ver si somos buenos todos y nos portamos bien” es superconocido. El miedo a los demás, el pensar que pueden ser más fuertes que nosotros, que nos pueden ganar la batalla. Porque, como vienen reconociendo los filósofos políticos desde hace tres o cuatro siglos, en principio todos tenemos derecho a todo, lo malo es que esta capacidad es inútil porque tener derecho a todo es como no tener derecho a nada. Y es estas condiciones en las que más vale pactar. Y eso nos lleva a ceder, a transferir nuestra voluntad a uno solo, que es el poder. Lo cuenta el historiador griego Heródoto cuando relata que los antiguos persas, muy preocupados por la falta de protección que había en sus aldeas cuando se iban al campo, decidieron nombrar “rey a uno de nosotros y así el país tendrá una garantía de orden”. Es la ya vieja doctrina sobre la organización de nuestra sociedad. Nada que no sea conocido.
       La novedad de estos tiempos en que vivimos, mientras zozobramos a babor y estribor, está en que hemos cambiado lo que un sociólogo francés, P. Bourdieu, llama los campos de poder, es que entre unos y otros, aunque desde luego unos más que otros, hemos transferido ese miedo, que nos llevó a buscar un poder que nos defendiera de los de al lado porque eran nuestros enemigos potenciales. Y la autoridad y los gerifaltes, cuya misión era, y es, salvaguardar parte de nuestros derechos, se han contagiado de nuestro miedo inicial, atemorizándose a su vez de un fantasma que, ni nos engañemos nosotros ni deben tampoco hacerlo, ellos mismos han creado. Si los campos de poder son aquellos en los que se establecen relaciones de fuerza entre los diferentes tipos de capital (económico, político, cultural, etc.), aquí se ha roto ese equilibrio de resistencias y, como en una batalla antigua en la que el soldado tiraba el escudo y la lanza para correr más deprisa y más seguro, se ha lanzado el grito de ¡sálvese quien pueda! Plegados al enemigo, hemos renunciado a la autoridad y el poder que nuestra convivencia exigía.
          “¿Está el enemigo? Que se ponga…”, reclamaba Gila pegado al teléfono. Y se ponía y hasta discutían el día y la hora de la batalla. Ahora ya ni está ni se le espera y ni se pone al aparato, como se decía antiguamente. Una de las dos posibilidades en la que vivimos actualmente, decía el pensador francés G. Bataille, es que “el mundo es todo él lo que somos y nada existe en él que no esté en juego”.

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