La feria de las palabras

    Allá por el siglo XI, cuando en Córdoba se había deshilachado el califato y los taifas llamaban en su auxilio a los almorávides, en Europa los intelectuales andaban preocupados con problemas relacionados con las palabras y con los métodos de discusión. Y aunque a nosotros nos pueden parecer ahora pueriles o propios de los diálogos para besugos de los tebeos, no lo hacían para entretenerse, en una época en la que no había televisión y ni siquiera radio y, para pasar las veladas, tenían que esperar la llegada del lector que les leía un libro de aventuras, sino que se movían en el convencimiento de que, detrás de lo que se dice, hay enigmas profundos que es necesario resolver. Famosas son las graves e inquietantes cuestiones planteadas entonces por un tal Gualón, un dialéctico de la época, una especie de mago de las palabras: cuando un cerdo es conducido al mercado, ¿es el hombre o la cuerda quien lo sujeta? O este otro argumento: tienes lo que no has perdido, no has perdido los cuernos, luego tienes cuernos (en un uso más frecuente del que pudiéramos suponer de ese calificativo conyugal).
       El teorema del cerdo es como el chascarrillo que todo gracioso cuenta de cuando alguien se confiesa de haber robado una cuerda, solo que detrás venían atadas un par de mulas. No es una tontería la pregunta y los precipitados pueden caer en la trampa porque, si quien arrastra al cochino es la cuerda, pues ya no hay responsabilidad de la persona. Es como aquella vieja historieta, que algunos maliciosos achacan a los jesuitas, que no habían preguntado si se podía fumar rezando porque anticipaban la respuesta negativa sino si, mientras fumaban, podían también rezar.
     Estamos estos días en pleno período de palabras y de frases porque eso son los discursos y las promesas. Otra cosa sería que los candidatos, en lugar de ofrecer emplear a todo el mundo, ocuparan su tiempo en colocarlos de verdad, tú aquí y tú en la oficina de enfrente… O, en vez de comprometerse a apoyar a la pequeña y mediana empresa, fueran repartiendo en dinero real subvenciones a los autónomos que las necesitasen. Estos no son días de hacer aparcamientos ni de firmar papeles legalizando situaciones, son días de hablar, de decir, de prever y diseñar el futuro pero únicamente con la elocuencia. Una campaña electoral es una feria del discurso, de la retórica, de la voz, de los malabarismos del lenguaje.
     Un día uno de aquellos dialécticos, llamado Anselmo de Besate, llegó a un pueblo a sermonearles con estos problemas y, viendo que nadie le hacía caso y se quedaban indiferentes e impasibles, sin elogiar ni oponerse a la disertación, se enfadó mucho con sus oyentes y les hizo ver que esa actitud era totalmente ilógica: porque, les dijo, no aprobar ni desaprobar es no hacer nada y no hacer nada es hacer nada, lo cual es imposible. Y con este argumento les estimuló y les convenció, una prueba que se llama reducción al absurdo, es decir, se trata de tomar una expresión y llevarla hasta sus últimas consecuencias para demostrar que es imposible. Y ejemplos de ello, simpáticos y atractivos, veremos que los hay a montones en las promesas electorales.

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