Ya sabemos que ni todos los miembros de la Unión Europea
ni todos los del aparato de lo que el sociólogo francés Pierre Bourdieu llama
la mano derecha del Estado están de acuerdo en que deba de acudirse a socorrer
a otros países que andan con problemas, parece, bastante graves. Las razones
para justificar esa posición van desde el discurso impoluto del lenguaje docto
de los más listos y preparados (los de la “mano derecha” citada) a los
argumentos más prosaicos y directos del paisano que dice que no está dispuesto
a ayudar a los que trabajan menos, tienen demasiadas fiestas y hasta se jubilan
mucho antes, o sea, lo mismo que los sabios pero en cristiano. Y, aunque hay
otros países, son los alemanes los más reacios a este gesto de generosidad
(que, dicen los expertos, también les produce beneficios).
No es la primera vez, ni será la última, en que con razón o sin ella
se niegue amparo a quien en principio lo necesita. Pero no siempre ha ocurrido
así en la historia. En multitud de ocasiones los países, los estados y los
grupos sociales se han ayudado unos a otros en lo que ha sido menester.
Nosotros sí que nos portamos bien en nuestra época de esplendor cuando éramos
la potencia mundial y eran otros europeos los que necesitaban de nuestro socorro.
Claro que nuestra ayuda no era en euros, que no existían, sino que fueron
valores espirituales los que tratamos de ofrecer. El problema que se nos
planteó es que, a diferencia de lo que ocurre hoy que están deseando que
lleguen los bonos y lo que sea, nuestros protegidos europeos no querían nuestra
favor. Como ese ciego que tuvo un día entero a un scout tratando de ayudarle a
atravesar la acera que él no quería cruzar, que cuenta Savater, la rechazaban y
por eso nuestros reyes no tuvieron más remedio que enviar al ejército para
poner las cosas en su sitio. Los episodios que vivió el emperador y las
posteriores guerras de Flandes, que duraron ochenta años y consumieron el doble
de lo que valían las remesas de América en ese tiempo, son un buen ejemplo de
nuestro interés y auxilio a Europa.
Bien es verdad que, a veces (hay que reconocerlo), nuestros
progenitores, conforme aumentaba la presión fiscal y se multiplicaban las levas
de soldados, se enfadaban y protestaban.
Criticaban la continuación de aquella guerra que no había forma de terminar y
de la que no veían su necesidad: ¿es preciso, decían, que Castilla tenga que
arruinarse porque los holandeses quieran ser herejes? Pues si quieren condenar
su alma al fuego eterno, ¡allá ellos! decían muchos por lo bajini. Y este
comentario, y otros semejantes, se repetían en corrillos y tertulias y a veces
saltaban a la letra impresa, aunque con precauciones, porque había una censura
atenta.
De todas maneras tratar de cooperar con otros no es tan
sencillo. Quienes hayan leído la Odisea recordarán cómo Júpiter tuvo que
aprovechar una ausencia de Poseidón para celebrar una asamblea en la que se
aprobara permitir a Ulises volver a su Ítaca. ¡Y eran dioses! ¿Y para qué
hablar de la colaboración de los espartanos en la batalla de Maratón, que,
cuando llegaron, ya solo pudieron felicitar a los vencedores? Pues eso.
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